El asesino y el enterrador, por Alba Delgado Núñez


Los amigos son esos seres que aparecen en tu vida un día cualquiera, en cualquier momento. Y, de repente, salta una chispa, una conexión. Nace de pronto un amor puro y desinteresado. Un afecto compartido. La lealtad e incondicionalidad. Con todas las letras y el significado que esas palabras contienen.

Nunca sabes de dónde pueden salir. Algunos los conoces desde siempre, o en el trabajo, el colegio, el gimnasio, un viaje, en una fiesta o en cualquier momento random de la vida.

Hay amistades que se ven todos los días y todos los días se echan de menos. Otras desaparecen un tiempo pero la relación sigue inalterable por los siglos de los siglos. Algunas son como el Guadiana. Otras, en apariencia, como el agua y el aceite. Y también están las que se rompen. Las que te llevan por el buen camino, o por la calle de la amargura.

Otros, puede que los veas alguna vez contada pero, sin embargo, seguís manteniendo un contacto asiduo y pueden llegar a convertirse en aquellos a los que les confías tus más íntimos secretos y sabes que siempre estarán a salvo.

Algunos solo duran un rato. Una parada de metro, un viaje en tren… Pero te dejan de regalo un bonito recuerdo. Puede ser un buen consejo, una lección, o una grata conversación. Después, probablemente sean una parte difuminada de la historia.

Y, a veces, no tienen forma humana. Lo mismo es una gata azul de quince años y mal carácter, un cocker negro al que rescataste de una muerte anunciada, una gata romana que te hizo chantaje emocional y se cree dueña y señora de tu hermano o un gato pelirrojo que te hace reír hasta el infinito y te llena de besos cada vez que llegas a casa.

Al principio de nuestras vidas, puede resultar fácil asignar ese adjetivo. Ese adjetivo a secas, en mayúsculas. Porque, como todo, a esa categoría le puede venir otra, lo cual divide a las amistades en subconjuntos: “amigos con derecho”, “amigo íntimo”, “mejores amigos”, “falsos amigos”, “malos amigos”, “amigos incondicionales”, “amigo secreto”, “amigo imaginario”…

Y es que, con el paso del tiempo, te das cuenta que no todo el mundo consigue ganarse esa medalla de honor. Algunas amistades son frágiles, se rompen con facilidad. Otras duran más que una vajilla de Duralex. Pueden terminar siendo un apéndice de ti, como la uña y la mugre. Sientes paz. Abrigo. Sientes cómo estalla esa carcajada con simplemente mirarle a los ojos. O incluso imaginando la cara que pondrá cuando reciba la tontería que le acabas de mandar. O la trastada que le piensas hacer. Sientes que el corazón o algo vibra al mismo compás. Y apenas hace falta hablar para darte cuenta de lo que está pensando. Te pueden hacer caer en la realidad cuando todos tus pensamientos están poseídos por la niebla de nuestras entrañas. Ridiculizar ese sentimiento absurdo que te trae, sin motivo, por una situación angustiosa prolongada. Decirte “eres tonto” y tener toda la razón. Y hacerte sentir imbécil, pero feliz, porque eso que tú pensabas no tenía ningún sentido y nadie había sido capaz de decírtelo a la cara. Sacarte de una absurda ensoñación, o ponerte las pilas para que hagas algo que estás deseando y nunca te atreves a hacer. O debes hacer, por tu bien.

Y discutir. Puedes discutir con esa persona, tirarte de los pelos, darle una bofetada y querer hacerle caso a tu instinto asesino. Pero después, después ocurre una pausa, la risa loca y un abrazo de reconciliación.

Puedes navegar libremente por un halo de estupidez, a sabiendas de que esa persona puede llegar a ser, incluso, más gilipollas que tú. Y jamás en la vida va a juzgarlo. Porque sois capaces de aguantaros mutuamente y, además, son con los que puedes vivir las situaciones más surrealistas e increíbles que marcarán los mejores momentos de tu vida.

Los amigos, a decir verdad, también son una putada. A veces te piden dinero prestado y no te lo devuelven, te invitan a sus bodas, te obligan a salir de fiesta cuando querías quédate en casa… O te mandan audios larguísimos. Piden favores, muchos favores incómodos. Te hacen salir con prisa y siempre llegan tarde. O te usan como excusa frente a sus padres y después te pillan y tienes que inventar cualquier cosa para salvarles el culo. Aunque igual te comes la bronca.

Pueden llegar a agotar en un segundo todas las unidades de paciencia que has estado recolectando durante años. Se pueden emborrachar más de la cuenta y tener que llevarlos en brazos a casa. Lloran en tu hombro desconsoladamente mientras te llenan de babas tu camiseta favorita, pueden llamar a altas horas de la madrugada o presentarse sin avisar para contarte el dramón del siglo. También son capaces obligarte a escuchar en bucle una y otra vez la misma movida aburrida y desesperante que tanto les motiva. Pueden empezar hablando de un tema y desvían la conversación dejando abiertas mil historias sin desenlace. ¿Cuántas cosas se dejan sin contar porque se cambia de tema? Obligarte a ver “Juego de Tronos”, hablarte de esa persona que les gusta y no le hace ni caso, o llevarte a hacer planes surrealistas dignos de películas de ciencia ficción.

Pero tú lo haces, lo haces de buena gana. Una y mil veces. ¡Las que hagan falta! Porque sabes que ellos moverían cielo y tierra por ti si hiciera falta. Podrías ser el asesino y ellos el enterrador. A pesar de que solo sepan contar chistes malos y llenarte el móvil de vídeos de gatos de internet. Y porque el plan puede parecer una porquería, pero ver su cara de felicidad es una cosa que no puede comprar ni todo el dinero del mundo. Son con quienes te quieres ver en la vejez.

En definitiva, las amistades, las BUENAS AMISTADES. Son esos seres que aparecen en tu vida un día cualquiera y hacen que cada segundo de tu vida tenga realmente sentido.

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