A mi yo de ayer, por Alba Delgado Núñez


Volví a casa cerca de las doce. En el centro había dejado mi uniforme preparado para mañana. Era sábado, casi domingo. Un uniforme azul, con el escudo del ayuntamiento de Madrid y unas letras que pronunciaban “Samur Social”.

Tenía hambre y la cabeza como un bombo. El piso estaba vacío y lo agradecí. Necesitaba estar conmigo misma un rato.

Al abrir la nevera, una botella de verdejo con un gato me hacía ojitos. “Casa La Luna”. Así decía que se llamaba. Verdejo 2021 de Segovia. Lo compré en el ALDI por menos de 3€.

Prometía, un color amarillo pálido con ribete verdoso, aromas de fruta tropical y notas de hierba fresca y heno. Con un paso por la boca suave con final largo y persistente. En definitiva, un vino como un amor… entra suave y, cuando quieres darte cuenta, ya estás hasta las trancas.

Saqué un poco de hummus con zanahoria para acompañar y me serví la primera copa. Las uvas fermentadas con nombre de satélite estaban realmente buenas. O, tal vez, mi impresión me incitaba a cualquier cosa que fuera escapar de la paliza que llevaba a mis espaldas.

De pronto se me vinieron a la mente unas cuantas imágenes. Una visita inesperada.

El otro día, en una actividad, nos hicieron mirar una foto nuestra de pequeños mientras nos ponían una canción de esas que hacen llorar. Un ejercicio aparentemente delirante. Con billete de ida y sin botón de seguridad.

Yo miraba a esa niña, y al principio no sabía dónde mirar. Recordaba perfectamente cuándo me hice aquella fotografía. Cuando las cámaras eran de revelar y se velaban los carretes antes de decir amén. Si no salía a la primera… Pues, ¡es lo que hay!

Un selfie, ni siquiera se llamaba así.

La verdad que aquel recuerdo me hizo sonreír. Contra todo pronóstico, no sentía nostalgia, ni pena, ni agobio por el paso del tiempo. Sentía agradecimiento. Veneraba a aquella niña. Sentía por dentro un reconocimiento tan grande que no sabría explicar. Y eso que la dichosa cancioncita se esforzaba en hacernos creer todo lo contrario.

Entonces llegué a una conclusión inesperada: Pensamos que los niños son débiles, y no lo son. Creo que vamos perdiendo la fuerza con el tiempo. Nacer es el momento más complejo que vamos a vivir. Desde ahí, irán sucediendo una serie de acontecimientos que resolveremos (o no) en función de la manera que creamos que es correcta. Pero eso es cuando somos adultos y tomamos una conciencia inestable y absolutamente incongruente la mayoría de las veces. Los niños simplemente zanjan y trascienden, después, siguen proyectando sus sueños.

¿Tendría que reprocharle algo? ¿Qué le iba a reprochar? “No estudiaste a tiempo”. “Deberías haberte puesto las pilas”. “¿Por qué fuiste tan imbécil?”. “¿Por qué empezaste a fumar?”. “¿Por qué no ahorraste?” No lo sé, quizá no lo hubiera pensado antes pero… ¡Tuvo que cerrar tantísimas heridas…!

Esa pequeñaja borde, sarcástica y divertida consiguió que hoy fuera la mujer que soy. Ella me puso en este sitio. Ella me enseñó a persistir, a pelear. Me enseñó a llorar en un rincón y a levantarme. Porque lloró, lloró muchísimas veces, y aguantó muchísimas cosas. –Y que tampoco está tan mal llorar. Al fin y al cabo, uno se limpia por dentro.– Calló, se resignó, habló, gritó, cayó y se levantó. No tiró la toalla. Y nunca, nunca se quedaba hasta las tantas comiendo techo, porque soñaba bonito. Soñaba, peleaba y luchaba. Fue valiente, fue una tremenda campeona. Y, a pesar de que la vida tiene tela marinera, pudo.

También me enseñó que había que agradecer cada minuto del maravilloso regalo que es estar vivo.

Esa niña que escuchaba “pájaros de barro”, escondida en una cepa y mirando cómo se escondía el sol…

La niña de la “discopeta”…

Sin ella, no habría conseguido tantas cosas… Más tarde o más temprano… Y es que no podemos ponerle fecha a la vida. Las cosas suceden cuando y como tienen que suceder. Hay quien se casa a los veinte y se divorcia a los treinta, quien nunca tiene hijos. Hay quien espera un beso, un abrazo, un te quiero y no lo lanza por miedo a fracasar. Quien se saca una carrera con veintidós y nunca alcanza el éxito y quien lo hace a los treinta y cuatro y llega al último escalón. O tal vez, el éxito es relativo. Para unos significa ser directores de una gran empresa, para otros, de su propia vida. No todos los patrones tienen la misma medida, a veces tenemos que unir muchos trozos. Pero nos pasamos tanto tiempo pensando en lo que no tenemos o queremos tener que se nos olvida la parte más importante: VIVIR. Sin prisa y sin pausa. Disfrutando de cada momento.

Ella, tan pequeña, me trajo hasta aquí. A esta maravillosa aventura. Cada paso lo dio pensando en mí. Y muchas veces creemos que debemos achuchar a nuestro yo de ayer como si fuera una cosa frágil, pero no es así en absoluto. Ella me salvó. No al contrario. Cuando crecemos, nos embarcamos en un camino frenético a ninguna parte, se nos olvida que alguien estuvo ahí antes para que todo fuera más fácil.

Encontrarme, quizá fuera uno de los momentos más felices. Porque me sentí orgullosa. Ella cuidó de mí. Ella me trajo hasta aquí. Ella venció los demonios. Ella.

También descubrí que aquellos tres euros fueron los mejores invertidos en mis treinta y tres años. Una revelación, un paso de fe. Aquella pausa tan inexplicablemente necesaria. Aquel encuentro, y aquel abrazo. Desde entonces, suelo prestarle atención más a menudo.

Y si te pasara a ti.. ¿Qué es lo que le dirías a tu “yo” de “ayer”?

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