Guerras de segunda división, por Leonor Rodríguez La Camacha


¡Qué poco hemos cambiado desde mis tiempos en las mazmorras de la Inquisición! ¡Cuánto rasgarse las vestiduras, aparentar para afuera y pedir a otros las virtudes que uno mismo no está dispuesto a poner en práctica! Que ya decía Quevedo (Don Francisco, no ese de ahora que cuentan que canta), vecino de mi amado Don Miguel de Cervantes, lo de poderoso caballero es Don Dinero.

La cuestión que trae a colación mi disertación es que hoy, cuatrocientos diez años después de que mis hermanas y yo fuéramos inmortalizadas en esa gran novela ejemplar que es “El coloquio de los perros”, sigue habiendo distintos mundos en este planeta cada vez más recalentado. Mundos que se clasifican según el continente y lugar en el que vivan sus protagonistas.

Y uno de los aspectos que más lo ejemplifica es el bélico. Hay guerras de primera y de segunda división, puede que hasta de tercera; algunas incluso fantasmas, apenas los que las sufren saben de su existencia.

Los avances tecnológicos han permitido que las noticias recorran el globo en segundos, que lo que ocurre en un rincón del planeta se pueda conocer en cualquier otra parte de manera casi inmediata. Y aún así, pareciera que solo existiera una guerra en la Tierra, la de Ucrania, y otro conflicto con riesgo de posible confrontación, el de Taiwán. Declaraciones grandilocuentes, apoyos sin fisuras, intermediaciones decididas, opiniones públicas concienciadas.

Pues resulta que hay otros lugares del mundo donde muere incluso más gente en conflictos bélicos y a prácticamente nadie le importa. En muchos casos ni siquiera se sabe; nos ponemos las orejeras y nos tapamos los ojos para que nuestra conciencia no sufra y no nos haga sentir hipócritas. Porque no somos tan buenas personas como creemos, tan solidarios y concienciados. Simplemente somos interesados, y mucho.

Las crisis, conflictos y guerras en Oriente Medio (Israel, Palestina, Siria, Yemen, Irán, Irak, Kurdistán…) solo nos afectan en cuanto puedan encarecer el precio del petróleo. Las tensiones en Asia Central, Afganistán, Pakistán, Tíbet, Cáucaso o Indochina, por la cercanía a Rusia o China. Los conflictos civiles internos en Latinoamérica no dejan de ser molestias en el patio trasero estadounidense o paternalistas discusiones vistas desde las aún creídas metrópolis coloniales ibéricas. Las ¿guerras? en África existen si se producen en el cercano Magreb o en alguna antigua colonia europea. A más antigua y carente de recursos, parece que menos guerra es. Y si nos vamos a Etiopía, Eritrea, Sudán del Sur o Somalia, ni se sabe. ¿A quién le importa en el primer mundo? No hay dinero ni recursos. Ni cercanía a las fronteras de nuestros civilizados, democráticos y muy concienciados países.

Y todo eso me indigna. Esa hipocresía, ese dar lecciones y pontificar desde el púlpito, viendo los toros desde la barrera. Proponiendo todo tipo de soluciones para arreglar el mundo que, eso sí, no mermen nuestro bienestar y nivel de vida pero nos hagan sentirnos contentos y satisfechos con nuestras conciencias.

La guerra es mala. Pues digámoslo y salgamos a la calle a protestar si es mediática y conocida. La guerra no está bien. Y mandemos dinero, material o cascos azules si nos puede afectar económicamente o por su cercanía. Haz el amor y no la guerra. Y podemos dejar de comprar algún producto del país agresor. Demos una oportunidad a la paz. Fácil, no sigamos los informativos y ya está. Y vuelta a casa, tan felices y realizados con nuestra concienciación antibélica.

¿Por qué seguimos con tanto interés la guerra de Ucrania, nos sentimos tan solidarios con el pueblo ucranio pero nos resulta absolutamente indiferente lo que les ocurre a los yemeníes, rohingyas o etíopes? Seamos sinceros. Esos conflictos no afectan a nuestro día a día ni a nuestro futuro inmediato. Somos interesados y despiadados pero incapaces de admitirlo. Preferimos engañarnos y seguir viviendo cómodamente en nuestra burbuja.

Cuatrocientos diez años han pasado pero los humanos poco hemos cambiado.

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