EXPIACIÓN
Hoy toca boca abajo primero. Me coloco, tenso la pierna en alto; el efecto es mayor si el dolor es completo. El dolor del empeine, del muslo, de los glúteos. Cinco padrenuestros y cinco avemarías. Media vuelta. La otra pierna. La cadera algo adormecida, la planta del pie nota el primer calambre. Así es más eficaz. Cinco padrenuestros y cinco avemarías. La boca frena la velocidad del pensamiento al rezar. Aun así, voy mucho más rápido que los primeros días, me conviene ser veloz y ocultar mis ejercicios de mortificación. Algo me dice que habría una respuesta no deseada, un silencio, con suerte, una sonrisa.
De lado es como más duele, el hueso de la cadera se clava en el colchón, pero yo lo celebro por su eficacia. A mayor dolor, más éxito en la empresa. Cinco padrenuestros, cinco avemarías. Yo quiero ser como las santas que todo lo consiguen rezando. La monja dice «rezar ayuda, rezar consuela». Rezar compra la voluntad de Dios. Reza y desea, que aparecerá/tendrás lo que quieres. Mortifícate y tu deseo llegará más lejos. Es seguro, te han dicho que funciona. Quien lo dice no sabe los deseos que tiene un niño y cree asegurarle el premio. Un niño olvida, no oye, no ve, no se entera. Las palabras adultas hacen eco dentro de él, se distorsionan al pasar por los agujeros de la nariz, rebotan en sus pulmones y llegan deshechas al cerebro. Pero llegan. Yo las mezclo con cinco padrenuestros y cinco avemarías. No puede haberme pasado a mí, a los demás no les pasa, algo mal he hecho y no me he enterado.
Nadie habla, oigo por los pasillos cuchicheos que no entiendo. Sostengo la respiración para hacerme invisible y poder entenderlos, pero las lenguas ajenas parecen trabadas. Sus ojos se desencajan y yo tengo miedo. Mucho miedo. Pues cinco avemarías y cinco padrenuestros. Los susurros me rodean. A veces parecen enfadados, pero no me dicen nada. No quiero estar aquí. Quiero otro sitio, otra familia. De noche mi cuerpo se voltea cuatro veces, lo que hacen diez y seis padrenuestros y diez y seis avemarías. Aún no multiplico bien, por si acaso añado dos más de cada pues parece poco. Mi deseo es grande, así que debo calcular bien. En ocasiones me duermo antes de terminar, me fundo con el silencio y sueño que despierto y tengo lo que quiero. Las puertas de la noche se han abierto para mí. Alguien dice: es todo mentira. Un páramo será mi hogar. Y Dios no existe.
CONSUELO
Hoy es una mañana helada. Intento pasear despacio, arriba y abajo, por la calle Valverde, bajo hasta Puebla y subo hasta Colón y vuelta. Cada vez voy más rápido, los pasos cortos y veloces, el frío me hace sentir ridícula en mi lento contoneo y acelero casi sin pensar, pero debo volver a la lentitud en el caminar para que nadie piense que voy a la compra o a coger un autobús. No creo que mi ropa pueda llevar a engaño, pero nunca se sabe. Me acerco a la Gran Vía pero sin entrar en ella, debo tener cuidado pues el gobierno de la ciudad no quiere a nadie que afee una ciudad como ésta. Yo no digo que adorne, pero tampoco afeo; mi uniforme es adecuado aunque me congele con él. Un postizo rubio en forma de moño por el que asoma mi pelo negro, una camiseta blanca de rejilla y una falda corta de polipiel. Bien famosa que me hice con esta ropa; hace unos años hubo un periodista que me sacó en una revista como si fuera una atracción digna de visita. Y me visitaron, muchos posmodernos vinieron queriendo ser mis colegas y la policía me dejó en paz durante un tiempo. Antes era distinto.
Me refugio a medias en el portal habitual. Es muy temprano, pero hay hombres que prefieren venir a esta hora. Van a trabajar o a dejar a sus hijas en el colegio cercano y aprovechan el momento, nadie en casa va a extrañarse por su ausencia y sus jefes toleran de vez en cuando un retraso. Total, el trabajo se hace muy rápido. A veces pienso que deberían venir sus mujeres, pues seguro que están más necesitadas que ellos. Pero eso no va a suceder, lo noto en las hijas suyas, la mayoría se acerca al colegio andando, solas o en grupitos y todas sin excepción me miran y me repasan con la vista, unas con curiosidad, otras con altivez moral. Les he oído llamarme «la bellotas» y se ríen al pasar a mi lado.
Casi todas las monjas se santiguan al verme. Me dan ganas de hacerles ¡fú!, para ver cómo salen corriendo y reírme un rato. Todas menos Consuelo. Tardé mucho en saber que se llamaba Consuelo. En realidad se llama Olga, pero en este convento les cambian el nombre cuando entran, como si llegara una nueva persona y la anterior se quedara atrás. A mí me gusta el nombre de Consuelo. Lleva, como todas, un asomo de flequillo bajo la toca negra y blanca. Muchas mañanas la veo venir como un terremoto, con su toca volando y el hábito crema, separando los brazos y las piernas al andar, un poco hombruna en sus zancadas. Cuando me ve pega una risotada y me saluda. Casi siempre me invita a un café en un bar de la calle. Me pregunta cómo estoy y escucha mis quejas callada, mirando al suelo. Han venido chicas flaquísimas, apenas con dientes, que no se pueden tener en pie y que ofrecen lo mismo que yo por muy poco dinero. Tan poco que yo no podría vivir con él y mucho menos mandarle a mi madre nada. Mi clientela se está haciendo mayor también y a la nueva le tengo miedo.
Esta mañana tan fría estoy cansada, muy cansada. Espero que Consuelo necesite salir del convento, quiero verla de nuevo y que me hable de cualquier cosa, de sus hermanas, de las niñas, lo que sea. Ella me dice que rece, pero hace mucho que no rezo. Desde niña, quizá. Me desengañé después de hacerlo pues mi vida no cambió un ápice. Consuelo me anima a volver a rezar, pero yo no olvido que me sentí estafada. Noche tras noche rezando, castigando mi cuerpo, suplicando un poco de felicidad que nunca llegó.
Un coche de policía y una ambulancia llegan casi a la vez a la puerta del convento. El revuelo en la puerta es enorme, es la hora de entrada en el colegio y las niñas se agolpan con más curiosidad que miedo. Oigo el nombre de Consuelo y me acerco, no me atrevo a preguntar a nadie qué pasa. La policía ha hecho un cerco alrededor de la puerta y de alguien que está en el suelo. Ella es la que está allí, tumbada, ensangrentada. Un zumbido entre los oídos y los ojos me azota. Las piernas me fallan y caigo al suelo. De mi boca empiezan a salir las frases cadenciosas, el soniquete familiar. Y siento alivio, mucho alivio. Esta noche será larga.
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