El sitio de mi recreo, por Alba Delgado Núñez


Coche, llaves, gafas de sol… carretera ¿Y qué? Más pronto que tarde estaba conduciendo por inercia en una eterna carretera recta y monótona. Rezando mentalmente para que no se me atravesara ningún corzo despistado.

Tras quince minutos de tensión, llegué a una rotonda, la primera salida de la izquierda, la del cartel que pone Brihuega. Ahí me introduje en una serpenteante cuesta de bajada. Un camino rodeado de vegetación verde y arena marrón me llevó hasta allí.

Tras el asfalto, el final del camino. Aunque has de saber que llegar no significa morir. Tal vez llegar sea empezar de nuevo. Hay miles de caminos por los que transitaremos a lo largo de la vida. Algunos más bonitos, parecidos, siniestros… cortos o largos. Aunque, tal vez, sí que muera algo en ciertas circunstancias. A menudo nos desprendemos de nosotros mismos, de una parte del pasado, del ayer. La vida está cargada de efemérides.

Por suerte, no tuve que buscar demasiado para encontrar aparcamiento. Casi siempre había un hueco al lado de la tienda de quesos. A pesar de todo, había bastante gente. En la segunda semana de julio, todo el mundo se acerca a ver los campos de lavanda. Y más desde que una pandemia azotara el mundo en dos mil veinte. La vida allí volvió a resurgir, como las flores tras un largo, helado y crudo invierno.

Mientras hacía tiempo para recoger un pollo de “El dominguero”, anduve hasta la iglesia de San Felipe. Al entrar, me di cuenta que habían reemplazado el agua bendita por gel hidroalcohólico. Ya no eran obligatorias las mascarillas en interiores, pero muchas personas seguían conservando las costumbres adquiridas durante la covid.

En realidad, nunca he sido de ni de iglesias, ni de religiones, pero aquella era tan magníficamente sencilla, tenía tanto silencio, que me llenaba de paz.

Mientras observaba su arquitectura, pensaba en la obsolescencia del tiempo. En ese instante, el mundo me pareció un abismo. Sabía que había luz en la calle pero no podía ver. El pecho me apretaba, todos mis sentidos habían entrado en un bloqueo que no podía revertir.

Es curioso, pero en tiempos difíciles, aun sin tener fe, recurrimos a ella. Quizá no solo exista un dios, quizá dios sea el inconsciente de todos nosotros en determinados momentos.

A estas alturas, poca gente hay que no haya escuchado el dicho: “Nunca sabes lo que tienes, hasta que lo pierdes” Y con esas palabras, parece que es obligatorio perder para entender que lo que tenías era un tesoro.

A menudo me pregunto por qué esperamos siempre al último momento. Tenemos vidas frenéticas, agotadoras. Vivimos en continua frustración por todo. Pero poco tiempo invertimos en pararnos a reflexionar un momento y agradecer lo que realmente nos hace felices. Esas pequeñas (grandes) cosas que habitan en nuestro día a día, en nuestra vida cotidiana. Llamar a tu abuela, un beso de tu novio, la comida de tu madre, las bromas de tu padre, el olor a suavizante, los rayos de sol…

Nos pasamos el día con cara de estar oliendo mierda, quejándonos de lo que no tenemos, lo que no somos, o de los demás. Y no se nos ocurre darle la vuelta al asunto, observar a nuestro alrededor y darnos cuenta del privilegio y la grandeza de todo lo que nos rodea. Y yo me había dado cuenta antes, pero nunca nos prevenimos. Mucho menos cuando lo vemos llegar.

De golpe y porrazo, se me vinieron encima infinidad de recuerdos. Casi palpables. Tenían su origen a escasos kilómetros de allí. Una urbanización, el apodo que habían dado los enemigos a una infanta castellana.

La primera vez que entramos a esa casa ya sabía que allí viviría muchos momentos. La parcela mostraba un terreno abrupto, lleno de raíces y piedras. Recordé el momento de llegar con un Fiat Tempra color gris marengo y con matrícula sevillana. Bruno corría siempre como loco de un lado a otro, ladrando. Yo corría por las escaleras para entrar en la que sería mi primera habitación propia. Mi primer espacio, mi primer pequeño universo.

Al segundo día, apareció Bea tras un camión con el que mi hermano se había chocado porque no sabía frenar con la bici. Y, después de la pregunta de rigor, nos hicimos amigas. Recuerdo el instante en el que fui corriendo, gritando que tenía una amiga. ¡Y vaya amiga! Veintidós años más tarde, aun seguimos siendo malas compañías.

Con eso, aquellas paredes blancas y frías comenzaron a coger forma. Mis padres trabajaron sin descanso para transformar aquel lugar de paso en un hogar, en el sitio de nuestro recreo. Aparecieron muebles, recuerdos en el corcho, diarios de una niña que se hacía adolescente… Aparecieron historias, amistades, amores y amantes. Apareció la vida sin darme cuenta. Y Maná, también llegó Maná. 

Sin embargo, conforme pasaron los años, dejamos de ir tan a menudo. La emoción de los primeros momentos se había convertido en hastío. Unos tomaron un camino, otros tomaron otro. La urbanización nos atrapaba y yo me sentía desterrada en todo momento. Dividida entre varias tierras. En la puerta se colgó el cartel de “SE VENDE”. Y no, no se vendió entonces. Ahora entiendo el por qué, quizá no podíamos irnos con el sabor amargo de aquello que nos había dado tantas cosas buenas. Y sí, volví a los años y la casa seguía como siempre. Fue entonces ahí, en ese momento, donde descubrí que, en realidad, había tenido el lujo de poder echar raíces en muchos sitios.

La casa se quedó allí, mis padres volvían de vez en cuando. Mi vuelta era obligatoria, pero yo no lo sabía.

Recuerdo la primera vez que pisé de nuevo la acera. La parcela había perdido su esplendor. Pero, tras abrir la puerta de dentro, me di cuenta que todo estaba esperándome con los brazos abiertos. La calma, el silencio, la plenitud… Algunas de las cosas que no había sido capaz de agradecer. Por primera vez en años, me sentía bien. Me sentía bien allí, me sentía en casa de nuevo.

Volver a visitarla también trajo cambios importantes: un buen lavado de cara, pintar paredes, muebles, cambiar algunas cosas… Un cambio radical. Aunque los recuerdos seguían intactos. La intención de todo esto era colgar de nuevo el cartel.

Esta vez sí que no lo vi venir. Había llegado el momento. Y no había marcha atrás.

Desperté del letargo, miré la hora y fui corriendo a por el pollo. Regresé a casa y terminé de recoger las últimas cosas. Sabía que también algo nuevo muy bueno me estaba esperando, pero no pude evitar derramar alguna lágrima. Era el momento de la despedida: “Hasta siempre, casa, ¡Gracias por existir!”

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