Con la comida no se juega, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


Que si carne o pescado, que si vegetarianos o veganos, que si productos animales o vegetales, que si agricultura y ganadería intensivas o extensivas, que si transgénicos o ecológicos. Parece que las preocupaciones alimentarias de la gente han cambiado bastante desde mi época cervantina hasta este siglo XXI que corre ahora. O quizás no.

En mis tiempos, además de no topar con la Inquisición, lo que nos preocupaba era tener algo que comer al día siguiente. Salvo a los señores y poderosos, que ellos también se entretenían en disquisiciones culinarias y sibaritismos, que la mesa bien puesta que la encontraban siempre.

Los nuevos ricos de este milenio tampoco pasan hambre, incluso tiran la comida. Hasta han tenido que prohibirlo sus gobernantes a restaurantes y supermercados bajo pena de multa. Se interesan más en decorar el plato, en conocer el artificio que ha ideado el cocinero para elaborarlo o en la procedencia y matiz olfativo del alimento que en comer. No saben lo que es no poder hacerlo.

Sin embargo, unos kilómetros más allá, en el barrio que hay al otro lado de la autovía o en el país que se encuentra en la otra parte del mar, miles de millones de personas, una gran parte de la humanidad, pasa hambre o, en el mejor de los casos, malcome lo que va encontrando. Al igual que en mis tiempos, poco les importa de dónde vienen o cómo se han producido los alimentos que les llegan o si son respetuosos con el medio ambiente. Acallar el rugir del estómago vacío es lo que único que les preocupa.

No me parece, pues, que hayamos cambiado tanto. Cubrir las necesidades básicas y sobrevivir es lo primero y esencial. Y después, las tonterías, que con la comida no se juega.

Aunque hay una diferencia, un matiz a tener en cuenta. En la época en que el insigne D. Miguel de Cervantes me inmortalizó en su novela ejemplar, en el mundo había unos 500 millones de habitantes; hoy en día, somos casi 8000 millones, dieciséis veces más, todos con la impertinente necesidad de alimentarse. Y el planeta sigue siendo el mismo, con la misma superficie y los mismos recursos.

Más les valdría a los obesos vecinos del primer mundo buscar e investigar maneras sostenibles y respetuosas con la naturaleza a la vez que eficaces de dar de comer a toda esa humanidad en lugar de seguir con sus cuitas culinarias. Ellos, con sus estómagos llenos y su apetito saciado, tienen la tranquilidad de poder hacerlo y de pensar a medio y largo plazo. A los que pasan hambre, y son miles de millones de personas, lo único que les ocupa la mente es llegar al siguiente día con algo que echarse a la boca, no les preocupa la deforestación, aniquilación de especies, pérdida de variedad genética, contaminación del entorno natural o cambio climático que pueda producir la obtención de esa comida.

A lo largo de la historia han sido varias las civilizaciones que han sufrido colapsos medioambientales por la sobrexplotación de recursos que han llevado a cabo: mayas en Centroamérica, jemeres en Indochina o rapanuis en la isla de Pascua. En otros casos, la desaparición se ha producido cuando los hambrientos vecinos han invadido al próspero imperio colindante para obtener sus alimentos y riquezas; la consiguiente guerra se ha encargado del resto.

Sucesos que afectaban localmente a zonas y pueblos concretos del planeta. Sin embargo, en el mundo globalizado de hoy en día, esas situaciones acabarían implicando a toda la humanidad y llevando al desastre a toda nuestra civilización, lo mismo da que el motivo sea medioambiental o bélico.

Así pues, opulentos y orondos ricachones y poderosos del primer mundo, olvídense de carnívoros y vegetarianos, déjense de tonterías y sean darwinistas: sobrevivan. Y ya que sus necesidades básicas están más que cubiertas, sean conscientes que su supervivencia pasa por cuidar al planeta en que viven y por dar de comer a sus hambrientos vecinos que mantienen sus privilegios. Que el hambre es muy mala y con la comida no se juega.

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