De husos, usos y otras medidas, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


¡Condenados tudescos, malditos gabachos, pérfidos nativos de Albión! Los maldigo a ellos y también a esos achicadores de agua de Flandes y las Provincias Unidas. No solo por los quebraderos de cabeza que dieron siglo tras otro a nuestra católica majestad hasta deshacer ese hispánico imperio en el que nunca se ponía el sol, que la mala gestión de nuestros próceres y el despilfarro de las riquezas venidas de las Indias también ayudaron a lograrlo. También despotrico de ellos por intentar imponernos sus horarios y medidas. Con los husos y las manecillas del reloj, lo consiguieron; con los hábitos y quehaceres diarios, no han tenido manera y, a fe mía, que bien que toman nuestras costumbres y gustan de ellas cada vez que vienen a nuestras costas a achicharrarse como gambas.

Los ilustrados franceses acabaron convenciendo al mundo de las bondades de utilizar un patrón común de unidades de medida que, cómo no, ellos se encargaron de diseñar y exportar al resto de la civilización. Bueno, a casi todo el resto, que los angloparlantes coincidieron en la idea pero prefirieron usar su sistema imperial, además de hacer pasar el meridiano cero junto al palacio de su británica majestad y empezar a contar las horas desde ahí. Cosa habitual en cada casa imperial reinante pero que, en este caso, lograron trasladar a todos los demás países del planeta sin que nadie dijera ni pío.

Por otro lado, los sonrosados y rubios germanos, a su manera teutona, han hecho que desde Finisterre hasta la frontera polaca con Rusia y desde el escandinavo Cabo Norte hasta la isla de Sicilia, millones de europeos tengamos en los relojes el mismo horario que en Alemania y que en Galicia se ponga el sol tres horas más tarde que en Galitzia. Por bastante menos que eso, en mis tiempos, quemaban a la gente en la hoguera.

Con lo fácil que hubiera sido para el rey prudente, el segundo de los Felipes de Habsburgo, decir al mundo cómo medir el tiempo y lo que hiciera falta; él, en cuyo imperio siempre era de día. De nuevo derrotados y ninguneados por las potencias europeas, como cuando los posteriores belfos Austrias. O quizás no, que somos pueblo de guerrilla, que se lo digan a ese otro emperador corso que llegó de Francia.

Hemos aceptado otras unidades de medida, el lugar desde donde medir la hora o con quién sincronizar el reloj. Pero cuando en Europa cenan, en España se merienda; cuando esos bárbaros apenas malcomen y vuelven al quehacer, aquí almorzamos como Dios manda y nos damos una siesta reparadora para seguir con más energía; cuando se acuestan, tristes por su triste vida, en la piel de toro disfrutamos de la familia y los amigos al aire libre. Frente a la inmutable pinta inglesa, la caña, el tubo, la jarra, el mini y la infinitud de medidas de capacidad cervecera patrias. O el medio de vino, que es más que la copa; la tapa, la media ración y la ración, que nunca es el doble; el cartucho y el espeto.

Como irreductibles numantinos, que no galos, hemos aguantado siglos de embate en husos y medidas foráneas a base de usos y otras medidas, a veces una pizca y a veces una “hartá”. Ahora nos queda la reconquista, como pelayos del siglo XXI; no religiosa sino del día a día. Nuestro arma, las playas, los monumentos, el buen yantar y demás bellos atributos que atraen a las hordas de rubicundos turistas como las moscas a la miel para descubrir la caña, la media botella, el chiringuito, la terraza del bar, la taberna, la tapa y, ¡oh, sí!, como la mística revelación a San Pablo en el camino de Damasco, la siesta. Y quedan convertidos.

El emperador Carlos lloraría de la emoción. Si Martín Lutero hubiera sido un turista alemán en Mallorca, muchas guerras de religión y hogueras de la Inquisición nos habríamos ahorrado.

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