Al natural, por Miguel Cruz Gálvez


Si tienes que reír, ríes; si tienes que llorar, lloras. Si quieres ir o venir, expresarte o mantenerte en silencio, lo haces, lógicamente. Amas lo que quieres y a quien quieres y lo que no es para ti pues no lo tomas. ¡Ah! Espera un momento, ¿no es así?

Asido a la mano de su madre, al pie del acerado, esperaba la llegada del desfile de Carnaval, expectante e ilusionado por la llegada de un nuevo momento mágico desconocido para él.

Venidos de la fría atmósfera y la reclusión invernal, la oportunidad de salir y sumergirse en aquella algarabía fue, de inicio, algo ciertamente reconfortante para el pequeño Mateo. Los tibios rayos de sol, la música, el colorido y la energía de la muchedumbre le dieron un impulso vital realmente contundente.

Pero se avecinaba la serpiente multicolor y de repente, como un disparo de bala, rompió la cabeza del desfile una chica rubia patinando. Embutida en un maillot rosa, comenzó a girar y girar, gritando y haciendo ademanes cómicos muy femeninos, que despertaron los ánimos y jalearon al personal que abarrotaba las aceras. En una de esas, al ver a Mateo, se le acercó sobre los patines y puso su cara frente a la del pequeño, que pudo cotejar de cerca aquel rostro de hombre maquillado que le lanzó, guiñándole un ojo, un sarcástico: -“Feliz carnaval guapo”. Era Rudy, el chico que vendía periódicos en el quiosco del parque.

Este fue apartado por el empuje de algunos de los que venían por detrás ataviados con disfraces de todo tipo, con distintos niveles de expresividad, y haciendo de aquello una amalgama humana totalmente anárquica. El cura que paseaba de la mano de la monja, la mujer vestida de bombero, el político vestido de preso, el niño que fingía fumar...  Una sucesión disparatada de ilusiones, reivindicaciones o expresividades extraordinarias. Rosalía, aquella chica tímida que trabajaba en la limpieza del parvulario, se acercó a la madre de Mateo y se mofaba de ella porque con aquella vestimenta, disfrazada de Charlot, “no la conocía”. Ayudaba el hecho de que, habitualmente, Rosalía no abría la boca para nada sino para fumar como una carretera. Pero aquel día la abrió, para molestar, y seguramente por desahogo.

Mateo levantaba la mirada y encontraba también en los suyos un cierto desconcierto. Igual risas que asombro, rubor o admiración… Por momentos relajación y complacencia, por momentos tensión o resignación. No entendía bien la coyuntura, no estaba aún a la altura de aquel cóctel emocional.

Un pellizco en el estómago se agarró al niño, que aún estaba muy tierno para comprender cualquier trasgresión y aceptar cualquier clase de “desorden”. Un zarandeo anímico que no fue, para nada, de su agrado. De hecho, fue tan incómodo todo, que tardó mucho, pero que mucho tiempo, en hacer las paces con aquella fiesta.

Mateo no era tímido, pero apuntaba un carácter reposado y analítico que le hacía buscar una explicación a todo, amparándose en la sencillez de la vida que él conocía, sin demasiadas complicaciones en su corta existencia, en la cual todo había fluido a su alrededor con naturalidad y lógica. ¿Por qué esa doble faz del personal? ¿Qué disfrute podría encontrarse en ese teatro?... Contradicciones para su inocente entendimiento.

Cualquier ser en estado virginal, al encontrarse con ese aparentar, se descoloca, no entiende nada. Lo único que una persona no condicionada entiende sobre el vivir es que es lo más parecido a dejarse llevar por tu propia naturaleza y no actuar con dobleces. Expresar, ir, estar y ser como quieres y donde quieres, con nobleza y simplicidad.

Así, incluso habiendo perdido la inocencia y sufriendo cualquier condicionante, lo inteligente justo y necesario es luchar y mantenerse firme frente a las circunstancias para desembocar en una persona natural y auténtica, que se sienta tan plena que no encuentre suficientes motivos para dejar de serlo.

Con el paso del tiempo, Mateo hizo las paces con aquella fiesta, porque conforme se fueron conquistando libertades, fueron cayendo las máscaras y los disfraces ya eran, sencillamente, trajes de celebración. Ya en su madurez, desde la serenidad y el conocimiento, era mucho más asequible a su entendimiento el curioso doble fondo del carnaval: triste cuando es necesaria la máscara, maravilloso cuando ya no hace falta y se celebra con gozo la alegría de vivir al natural.

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