El verano de nuestras vidas, por Alicia Galisteo


Con la llegada de cada verano empiezan a crecer nuestras expectativas de que este sí será el verano de nuestras vidas, en el que nos relajaremos y dejaremos atrás el estrés que nos produce un año de trabajo y obligaciones, y en estos dos últimos años se suman el miedo y la incertidumbre por la pandemia mundial que nos ha tocado vivir. Pero la esperanza de poder disfrutar de un verano como los de antes sigue intacta ya que, como decía este clásico veraniego, “el verano ya llegó y la fiesta comenzó”.

En estos últimos días, hablando con los amigos, nos ha dado un ataque de nostalgia de todos los veranos vividos, de las cosas que hacíamos, y es que nuestra generación millenial (1980-1994) vivió unos veranos muy diferentes a los de la generación Z (1995-2010). 

Mis veranos en la infancia eran todas las noches con los vecinos sentados en la puerta hablando de temas banales y con la última gala benéfica de fondo, y los días del Grand Prix eran sagrados para estar delante del televisor viendo cómo los pueblos se peleaban en esos juegos tan tradicionales. No había momento para el aburrimiento porque los niños de la calle o del barrio organizábamos rifas, bailes y teatros que hacían las delicias de los vecinos (eso sí, nunca terminábamos porque nos daban más de las 12 de la noche y había que respetar el sueño de los vecinos si no querías irte mojada a tu casa).

En la actualidad, muy pocas calles de nuestra ciudad están llenas de estas mujeres tomando el fresco y haciendo vecindad. En esto también nos ha ganado la individualidad y, por supuesto, los niños han desaparecido; ya no juegan en las calles, ahora la socialización se realiza a través del Fornite o del Tik Tok. Cuando pasen quince o veinte años, me imagino que recordarán esas partidas épicas o esos bailes de moda; por tanto, todos sus recuerdos serán digitales pero no personales con tu círculo más cercano.

Las vacaciones eran de una semana (que generalmente coincidían con la festividad de nuestro patrón) y consistían en un apartamento en Málaga, porque por supuesto Cádiz se nos quedaba demasiado lejos para llegar con el Peugeot 205 y con la cinta de casette del disco que se llevase ese año (desde Estopa hasta Caribe Mix, pasando por King África). Y nadie se enteraba de ellas ni nos preocupaba ir a los chiringuitos de moda porque no existía la palabra influencer, ni nos interesaba echarnos la mejor foto con el mejor atardecer, sino que, por el contrario, lo disfrutábamos. O si le echábamos alguna foto, teníamos que esperar a la vuelta para revelar el carrete y ver cómo había quedado la instantánea.

Cuando llegó la adolescencia cambiamos la vecindad por la granizada del “Cantos” en el Paseo, donde las noches se pasaban jugando a las cartas, con la guitarra cantando o yendo de pandilla en pandilla, las cuales tenían sus sitios asignados como regla no escrita. De esta forma se podía dividir el Paseo entre los que se sentaban en el paredón, en el césped o en los bancos.

Estos veranos ya no volverán, pero quedarán en la memoria colectiva de quienes los compartimos desde la inocencia de una infancia analógica tan diferente a la infancia digital actual de los niños, que parezca que haya pasado un siglo y tan solo han pasado veinte años. Pero como decía la canción, “el final del verano llegó y tu partirás”.

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