El patio de mi casa, por Ángel Márquez


El patio de mi casa es especial, llueve como en los demás, pero es especial. Unas normas urbanísticas y la disposición de unos terrenos configuraron un patio grande casi con el título de callejón o callejuela. Esto conlleva que mi patio esté rodeado por los culos de las viviendas y bloques de pisos de las calles adyacentes. Las traseras de las viviendas, mirándolas y observándolas, se llega a la conclusión que todas ellas, de toda la ciudad, han sido diseñadas por el mismo arquitecto con una total petrificación de su cerebro. Ante esta primera mirada negativa y real y mediante la lenta observación de muchos días y muchas noches, esta primera opinión empieza a dulcificarse, aparecen en estas paredes rectas, morunas y sin personalidad resquicios y elementos que hacen que nuestra primera impresión doliente se calme por el medicamento  de la mirada inquisitiva, voladora e imaginativa.

En este paisaje urbano, casi carcelario, el color que sobresale e impera en todo es el blanco. Todas las paredes tienen sus enlucidos pintados de blanco, un blanco revestido de tiempo que le da unos toques de corrimiento de rímel. Este paisaje, siendo el mismo, cambia radicalmente en el día o la noche.

De día es más unisono, es el sol el que dicta el guión, que suele ser todos los días el mismo con muy pocas variables. La luz en una de las fachadas y en la opuesta una poca y agradable sombra y viceversa unas horas más adelante.

En la noche estas construcciones toman más vida propia con el corazón de las luces; es la luna el primer corazón de estas paredes. Cuando está con ganas ilumina de una manera especial el patio y las moles que lo rodean. Cualquier ángulo o arista quedan resaltados, el blanco se vuelve como más suave, como de sábana o pantalla de cine. A la vez, cuando de la calle exterior se encienden las luces, todavía resaltan más estas paredes como pantallas de cine en blanco que estuvieran esperando el cambio de los rollos de la película.

Viendo mis paredes –la vista es propietaria de todo lo que ve– me viene a la imaginación qué sería una ciudad o un pueblo muy singular si le diéramos la vuelta a las viviendas de las ciudades. Es decir, que todas las traseras o culos de las casas miraran a las calles donde se encuentran sus fachadas. No sé si el pueblo quedaría bonito pero único y singular, seguro que sí, y sería tanta la igualdad de unas casas con otras y de unas calles con otras que podríamos compararlas con algunas construcciones que se hicieron en algunos países de régimen comunista. No me extrañaría  que una ciudad al revés atrajera a extraños e intrincados turistas.

De vuelta al remanso de mi patio –sigue siendo de noche–, enciendo una luz pobre de luz lunera que se entroniza muy bien con la luna. Observo todo mi frontal de ladrillos enmascarados por el enlucido y éste por la pintura. Tengo la suerte que pegando a mi casa se encuentra un bloque de pisos que, al estar remitido unos metros, permite tener unas ventanas que me miran y yo las miro a ellas. La antifachada de un bloque de pisos observándola de noche me recuerda a un cuadro de Modrian al que se le hubiese acabado el color, quedándole solamente un poco para pintar sus geometridades horizontales y verticales creando sus laberintos sin salida.

La trasera de estos pisos es la fachada principal de mi película. Tiene once ventanas, unas con rejas y otras sin ellas. De algunas, unos tendederos le cuelgan prendas que tienen el honor, por algunas horas, de ser banderas de unos países inexistentes. El edificio en la parte superior queda coronado por una diadema de famélicas y hambrientas antenas, ¡tan necesarias para nuestras vidas! Su cuerpo de raspas es lo más airoso que tiene la fachada.

En la parte de abajo hay una puerta blanca casi siempre cerrada que padece de enanismo. Cuando se encuentra entreabierta, la mitad queda iluminada por la luna y mi cansada bombilla y la otra mitad se adentran en una oscuridad total y de película. Por esta pequeña puerta entreabierta se introduce la imaginación de la película y se hace protagonista de esta. Estando abierta tiene el mismo ángulo siempre y me recuerda aquella famosa puerta que creó Chicho Ibañez Serrador en “Historias para no dormir”. Mi pequeña puerta no tiene el graznido aterrador de la de Chicho.

En la planta segunda, en el centro, se encuentra una ventana grande y de corredera. Desde ella mi amigo Antonio y su amigo cigarro se asoman a tomar aire, nos saludamos con la cordialidad de los vecinos y el afecto de la amistad. La ventana lo guillotina cada vez que sale a saborear el momento. Viéndolo, deduzco que todas las ventanas son elementos guillotinescos, pero pienso que a los franceses tan pulcros y tan ejemplares para lo suyo no creo que les gustase este tipo de guillotina, por eso ellos inventaron una muy limpia y fácil de limpiar.

De esta manera, y apurando mi copa y mi puro, veo pasar esta película en blanco y negro cuya imagen depende del director de fotografía que ponga la luna….

Posdata: Todas las películas terminan con un final feliz.

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