Crónica de la posthistoria, por Antonio J. Criado


Los primeros signos de debilidad de la RAE, colmada por entonces de fósiles y diletantes de toda disciplina, afloraron cuando en un comunicado desde la entidad se afirmó que era imposible sustentar sus actividades y que, por tanto, cesarían la labor de fijación y atildamiento del idioma. La noticia fue recibida en Moncloa como tantas otras; no se le prestó atención especial, pues todos los políticos, por aquel entonces, se afanaban en la salvación del sistema financiero, y sobre todo en el  apaciguamiento de los ciudadanos, que en su involución hacia el servilismo aún reclamaban derechos y garantías propias del estado del bienestar (excepto en mañanas de romería y otras fiestas de guardar). El hundimiento económico del país, traducido en la extinción de las clases medias y el hundimiento de la casta paria, había reducido los beneficios comerciales de las empresas que patrocinaban la RAE, como Círculo de Lectores. Sin embargo, la calderilla cedida puntualmente por esta editorial le bastó para colocar a un escritor bestsellerizado, autor de novelillas de un erotismo rococó y una columna de opinión sobre Yoga, en el sillón que ocupara Pérez-Reverte hasta su muerte. Asimismo, Fundación Endesa consiguió que uno de sus tecnócratas arrebatara la J a un filósofo hispano-nipón. Hasta entonces, a los magnates de los consorcios les interesaban las donaciones por los beneficios fiscales que conllevaban; pero el cese de aportaciones estatales, que hasta entonces alcanzaba el 50% del presupuesto de la RAE, propició una apertura de miras para los próceres de la macroeconomía, que asumieron la posibilidad de controlarla. Le ofrecieron a la Real Academia una operación redonda: el patrocinio de las letras, de todas y cada una ellas. Todas las letras como soporte de publicidad, todas susceptibles de albergar promociones de ventas. El valor de cada símbolo se tasaría en función de su relevancia en el acervo popular y la reiteración de sus apariciones en los mass media. 

El día que Ubérrimo Tierno, novelista de temporada, anunció formalmente que la Real Academia, por decisión unánime de la Junta de Gobierno, autorizaba la explotación de todos los caracteres a las compañías que pujaran más alto en la subasta, la opinión pública se horrorizaba por el enésimo atentado terrorista de la banda paramilitar Gulag. A nadie le sorprendió que una semana después el congreso aboliera definitivamente su contribución a la RAE en el contexto de un paquete de trece mil medidas Pro riqueza, casi todas ellas inútiles (como aquella de comprar las bombillas de tres en tres, siempre de tres en tres, so pena de cárcel), que lograron el consenso entre los dos partidos por primera vez en mucho tiempo; la prensa calificó el acuerdo como histórico, y los líderes de opinión alabaron la unidad política con su retórica de almíbar y filigrana. Sin embargo, la subasta de las letras se hizo pública a finales de verano, y desató la furia de los sectores culturetas, por aquel entonces conformados por gafapastas relamidos, ideólogos de la tontería y dos o tres que leyeron algún libro. Pero estas opiniones se consideraron insustanciales e infantiles por otro sector de la población, el de la gente pragmática; estos consideraban la RAE un mecanismo obsoleto en un mundo mutante. Mientras discutían, Google obtuvo la letra g, mayúscula y minúscula, y su equipo informático desarrolló un sistema bautizado como Prestipubli, un software elemental que consistía en que cada vez que un ciudadano pulsara la G, destellaría en pantalla un marco con el logotipo de la casa. Ronald McDonald compró la M grande, y también consiguió que la primera acepción de la palabra Vaca, hasta el momento: Hembra del toro, trocara en: Producto de primera calidad en tu McDonald más cercano. Miles de ecologistas se suicidaron frente a los restaurantes de la cadena, y otros tantos se ataron en las puertas del parlamento. Pese a que Gulag – según había revelado el ministerio del interior – se había escindido de un partido ecopacifista, los ecologistas sufrieron un atentado de la banda paramilitar que acabó con todas sus vidas. Por suerte no murió ningún político, destacó el Heraldo de Berlín. Para Apple la A y para Disney la D, que disputó con Döner Kebab, propiedad de un ricohombre saudí, dueño también de la X –que acarreaba la industria pornográfica, por mera tradición– y también de Repsol, que ubicó en la R enorme. Cada uno de los grandes holdings obtuvo su porción de grafía occidental. El departamento de marketing de Coca Cola innovó regalando a los colegios privados miles de cuadernillos de iniciación a la escritura y lápices de cera con los colores de todos los logotipos. Así que los niños aprendieron que la M mayúscula era montuna y amarilla, y que la C se escribía blanco sobre fondo rojo, ribeteada y oblonga. 

La RAE desapareció definitivamente tras los disturbios del 17N, que culminaron con el linchamiento y asesinato público de una secretaria del ayuntamiento capitolino. Se declaró el estado de sitio y todos los entes públicos y organizaciones no lucrativas fueron cedidas temporalmente a empresas solventes, debido a que el gobierno empleó todo su presupuesto en el ministerio de defensa. La militarización del país, financiada en parte por Banco Santander, ofreció puestos de trabajo tanto en el ejército, que guerreaba en todas las campañas de la OTAN, como en los cuerpos de policía civil; además se recuperó la policía política para luchar contra el terrorismo desde la sombra. Por su parte, los grandes consorcios propietarios de las letras, lograron el beneplácito de la UNESCO para cobrar un canon por la utilización de los caracteres. La Real Academia Española devino en Confederación Española de las Letras, y estableció una cuota mensual para los usuarios. Había un descuento para los clientes de las entidades fundadoras. Así, un miembro de Facebook (F), escribía sentencias tales como Fiestón ayer en casa de Mario por el módico precio de 20€ (considérese la inflación). Ciertos grupos radicales reaccionaron contra la imposición por considerarla contraria a toda libertad democrática. Nunca más se supo de ellos. Se especuló con una posible huida a Venezuela, desde donde, presumiblemente, financiaban sus actos vandálicos. Quienes protestaron en las redes sociales fueron expulsados de las mismas por mal comportamiento, y los escasos periodistas que criticaron la CEL perdieron sus columnas en pro de unos videoblogueros de moda. Un hacker informático atacó todos los sitios webs de los dueños de las letras con un mensaje: No nos robaréis el pensamiento. Al día siguiente el Real Madrid perdió la final de la champions por la explosión de una bomba en La Coruña que costó la vida a seis mil personas. Gulag reclamó la autoría para que nadie dudara. Así que el gobierno decretó un censo virtual donde toda persona suscrita a las redes sociales, esto es, con la posibilidad de escribir, debía informar de sus datos personales, residencia, etcétera, como medida de protección. Se estableció un listado de ciudadanos facultados para expresarse, así como una normativa compuesta por una serie de parámetros para acceder a los servicios de comunicación. En el punto cinco se especificaba: Queda totalmente prohibido el acceso a Twitter para toda aquella persona con antecedentes ideológicos. En esta ocasión, el 90% de la población pudo acceder. Los otros fueron perseguidos hasta que se comprobó, que excepto contadas excepciones, habían incitado a la violencia criminal de todos los tipos. 

Ciertos acontecimientos en el este de África enrarecieron el ambiente en nuestro país; los dirigentes aumentaron el rigor del estado de sitio sin ofrecer explicaciones hasta que alguien alarmó a la población: Argentina había declarado la guerra a España en el escenario somalí, donde se disputaban los caladeros de pescado. El gobierno se vio obligado a suspender los flujos de comunicación interpersonal de la ciudadanía para evitar posibles filtraciones al enemigo argentino, que comía niños y expropiaba repsoles con una elegancia de tango y un insoportable olor a gardenias. Los españoles de la época se abismaron en la soledad. El aburrimiento individual era una célula metastásica que contaminaba a la sociedad, lo que repercutía en un descenso de la productividad per cápita y el consumo per se. Fue entonces cuando la Sociedad Patriótica de Amigos Literatos se las ingenió para fotocopiar los libros de la biblioteca nacional. Rularon muchos ejemplares impresos y por un breve lapso estuvo de moda leer. La gente, atraída por el coste mínimo de los volúmenes, compraba los legajos con avidez. Leían aquellas extrañas letras rectilíneas, tan de palo seco, sin voluptuosidades ni diseños. Hubo quien las tradujo al estilo jeroglífico de los tiempos modernos, y algún experto se aventuró con los clásicos, hasta tal punto que se le llegó a considerar la última conciencia crítica. Encabezó una marcha popular-pacífica contra el monopolio de la cultura y la comunicación. Caminaron en silencio, con una fotocopia en la mano, desde Plaza de España hasta un parque, donde se dieron a la lectura. Pero poco después, según la policía, un manifestante, intoxicado de Quevedo, sacó un florete y atacó a un guardia. Luego comenzaron los disparos y muchos perecieron. No hubo que lamentar la muerte de ningún famoso, destacó el Heraldo de Berlín. Las entidades del CEL, respaldadas por el gobierno, cobraron canon también por escritura de documentos civiles, exceptuando la redacción de votos, en el que se permitió trazar una X sin coste adicional. En un alarde de optimismo, la CEL diseñó un late night de humor, cuajado de publicidad, humor simplón y llano sobre publicidad, para mitigar el aburrimiento de la masa, que triunfó tanto como se esperaba. Hubo inversiones privadas en fútbol y otros deportes que, por supuesto, influyeron en el reglamento de cada disciplina. El bádminton se convirtió en un juego peligrosísimo; la esperanza de vida de sus players no superaba los treinta años. Y las equipaciones de fútbol se sustituyeron por graciosos tutús de color magenta. La prohibición de toda clase de literatura adquirió carácter retroactivo poco después, lo que conllevó el secuestro de todas las publicaciones habidas, de sus copias y de sus belicosos editores. Las multas a poetas muertos como Góngora por impago de tasas alcanzaron cifras estratosféricas. A la familia García Márquez se le arrebató su patrimonio, y con el dinero intervenido Disney aprovechó para erigir el parque temático Macondo sobre la población de Aracataca (Colombia).

La guerra contra Argentina en el escenario somalí esquilmó las arcas del estado español, que pactó con la CEL, a cambio de liquidez, el pago de derechos de propiedad de los últimos documentos públicos, incluida la constitución. La derrota frente al estado sudamericano, en parte por las enfermedades que contraían los combatientes (motivadas por el cementerio nuclear de las costas de Somalia, enriquecido con los desechos de países ajenos al obsoleto protocolo de Kyoto) y en parte por el aburrimiento, motivó la quiebra del país. El banco Santander adquirió el ministerio de defensa, McDonald salud y alimentación, y así un largo etcétera, exceptuando el ministerio de justicia, cuyo liderazgo se concedió a un presidente vitalicio asesorado por los tecnócratas de los grandes holdings. Pese a las concesiones, el ministerio de justicia, última reminiscencia de España, incapaz de afrontar el pago por letra de la carta magna, eliminó material innecesario, supuestamente redundante, como por ejemplo los derechos fundamentales. Se abolió el código civil, el código penal, todos los códigos, todo texto susceptible de suponer un gasto; las medidas de austeridad léxica azotaron con tal brío el ámbito legislativo, que era más costoso proponer una ley que construir un puente hasta África. Desregulación tras desregulación, se suprimieron hasta los puntos más básicos de la convivencia ciudadana, que se sometió al designio de las leyes de la oferta y la demanda. Las infracciones se castigaron a partir de entonces según los designios del Departamento de Defensa y Control de Plagas, y como los detenidos jamás regresaron, triunfó el pánico social. Los ciudadanos perdieron el habla por miedo a las letras y sus condiciones prohibitivas, y se incrementó el volumen de suicidios silenciosos (que por supuesto la curia vaticana condenó). Había pasado una década desde que la RAE mostrara sus primeros síntomas de debilidad cuando el legislador, en el contexto de ese plan de ajuste endémico, en la línea de esas medidas de estoicismo inverosímil, dimitió de su puesto como adalid demócrata, lastrado y sucio de tanta pena y tanta culpa. Bastó una década, solo una, para que el entendimiento de un pueblo se glosara en una sola sentencia, en solo siete símbolos, siete tristes pero determinantes letras, las únicas permitidas por el poder: Yo mando.

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