¿Por qué trabajas gratis para Facebook?, por Antonio J. Criado


El neoliberalismo ha encontrado en los influencers de toda índole (youtubers, instagramers, tiktokers, streamers…) el liderazgo de opinión ideal. La posibilidad de que una persona anónima desde la comodidad de su hogar pueda alcanzar la fama y obtener ingresos millonarios refuerza el concepto de meritocracia, el inexpugnable bastión ideológico del capitalismo. Los talent shows son un ejemplo perfecto de que el sistema necesita recordarnos en prime time que, si dispones de capacidades especiales y trabajas duro, solo tienes que pulsar el botón del elevador para subir al estrato más alto de nuestra sociedad. Desde una perspectiva mucho menos amable y esperanzadora, estos concursos televisivos se postulan como una simulación de la vida real para recordarnos que, si estás en la mierda, es por tu culpa.

Quizás los talent shows sean el ejemplo más evidente y gráfico (y perturbador, para mi gusto); pero los influencers, indiscutibles líderes de opinión de las nuevas generaciones, son el paradigma de esta estrategia propagandística. La agresividad con que hace años los medios convencionales atacaban a estos creadores de contenidos que les disputaban audiencia y, por tanto, contratos publicitarios, era la prueba de que una revolución se estaba fraguando en la industria de la información. No ha transcurrido demasiado tiempo y la hostilidad de radios y televisiones ha mutado hacia un servilismo que roza el ridículo. Los influencers son hombres y mujeres noticia, es decir, tienen la capacidad de atraer el foco mediático porque les siguen millones de personas. Y esto, evidentemente, repercute a todos los niveles; por ejemplo, actualmente, es más relevante el número de seguidores de un actor o actriz para conseguir un papel en una película o un programa televisivo que su propio talento. Nótese la paradoja.

Si apartamos el tupido velo de la comunicación y el espectáculo para adentrarnos un poco más en la naturaleza del sistema, empezaremos a entender el verdadero funcionamiento de esta compleja maquinaria. Decíamos al principio que los influencers tienen diversos medios para trasladarnos sus contenidos. Estos canales (Youtube, Instagram, Twich) son empresas privadas que, como tales, persiguen el beneficio económico. La manera en que obtienen ingresos no representa ninguna novedad porque el dinero, una vez más, proviene de la publicidad. Pero sí que es bastante innovadora la forma en que nos trasladan esta publicidad, ya que seleccionan los anuncios dependiendo de nuestras características y preferencias específicas, algo imposible para los medios de comunicación convencionales. Por tanto, cuanta más gente haya en Facebook, cuanta más gente haya en Instagram, cuanta más gente haya en Twich… más ingresos para cada una de las empresas; pero no solo se trata de la cantidad de personas conectadas, sino de la cantidad de tiempo que estas personas están conectadas. Y aquí es donde entran en juego los creadores de contenidos, tanto los famosos como los anónimos, porque son quienes nutren de material consumible a las redes sociales.

Disfrazadas de servicio público, las redes sociales en sus inicios nos brindaron la posibilidad de compartir nuestra vida con los demás, pero, evidentemente, nunca fueron ni, por supuesto han dejado de ser, sofisticados aparatos lucrativos. Esto significa que cada vez que subimos una foto a Facebook estamos, realmente, generando contenido para Facebook, Inc. Cada vez que nuestros familiares y amigos interaccionan con nuestras imágenes, vídeos, textos estamos reteniendo una audiencia, aunque sea de manera mínima, que le permite a esta empresa incrementar la ratio temporal que las personas permanecen conectadas en su plataforma y nuestra aportación, aunque infinitesimal, sumada a la colaboración de los otros 2740 millones de usuarios de la red, permite que el negocio de Mark Zuckerberg continúe haciendo de cada mes un auténtico agosto.

Entre los usuarios anónimos que entienden las redes como una plataforma de entretenimiento que les permite estar en contacto con sus seres queridos y los iconos de la comunicación de masas como El Rubius, Dulceida o Ibai existe una amplia gama de estratos sociales (sí, sociales) y de rangos de influencia que, por supuesto, participan de la generación de contenido. Usuarios (tanto personas físicas como jurídicas) que diariamente suben material a las distintas plataformas de manera totalmente gratuita aceptando todas y cada una de las políticas que estas establecen. Y no hay más discusión. Las políticas son las que son y, aunque dudosas, se aceptan sí o sí, porque todos somos conscientes de que “Ser es ser visto en las redes sociales” (que me disculpe el señor Bordieu por actualizar su magistral sentencia).

Así que termino tal y como empezaba, insistiendo en que los influencers son los líderes de opinión perfectos para nuestro sistema, ejemplos de éxito que nos recuerdan diariamente que la fama es posible si nutrimos la gran maquinaria, si somos capaces de destacar (y perseverar) con nuestras fotos y vídeos entre los millones de contenidos que se generan cada minuto. Los influencers representan ese modo de vida por el que muchas personas se han hecho adictas al like pensando, quizás, que es posible obtener una porción de ese gran pastel de dinero y fama. El pastel de una élite privilegiada (Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Zhan Yiming…) que reparte las migajas siguiendo el criterio de enrevesados algoritmos que modifican a merced de sus intereses. 

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