…suenan tambores de nostalgia en mi corazón. Por lo leído y lo andado.
Javier Reverte. Suite italiana: Un viaje a Venecia, Trieste y Sicilia
Esta crónica viajera no puede medirse por el número de kilómetros recorridos. Esta vez debo cambiar las carreteras por las páginas de papel y los mojones kilométricos por marcapáginas. Yo solo asistía a las conferencias de la Sociedad Geográfica Española en la Fundación Ramón Areces en Madrid para escucharle a él. En esas charlas Javier Reverte repasaba sus grandes mitos: la búsqueda de las fuentes del Nilo, Livingstone y Stanley, el Khartum de el-Mahdi y el general Gordon, Pedro Páez y Etiopía, el Klondike de Jack London, el Amazonas de Orellana, las exploraciones árticas... Mucho antes, me recuerdo leyendo con la pasión de los veinte años la Trilogía de África de Javier Reverte y a los escritores que asomaban en sus vagabundeos. Por los libros de Reverte desfilan Twain, Conrad, London, Stevenson, Kavafis, Joyce o Durrell; imaginarios guías turísticos que marcan los caminos de sus viajes. A través de Reverte también conocí la gran literatura de viajes de Theroux, Leigh Fermor, Moorhead o Chatwin. Para mí, que soy un hombre de la última generación criada en analógico, Javier Reverte y la literatura de viajes me permitían ir a lugares míticos cuando todavía no podíamos buscarlo todo en una pantalla táctil.
Estos días leo el estupendo El infinito en un junco, de Irene Vallejo. No es un libro de viajes. O acaso sí lo sea. Vallejo recorre la Antigüedad de Grecia y Roma para ilustrar el papel clave de los libros en aquel mundo antiguo y por supuesto, en el nuestro tan digitalizado. Dicen los culturetas que toda nuestra novela moderna en el fondo solo es un eco del libro de viajes / novela primigenia, la Odisea. Quizás ya estaba todo escrito en esos mitos griegos. Quizás Parménides llevaba razón contra Heráclito y todo lo que es nuestra esencia humana persiste, eternamente inmóvil. En su Corazón de Ulises, también Reverte andaba por esos lugares de la filosofía y los mitos griegos. Comparando los libros de Vallejo y de Reverte, no tengo claro si nuestra narrativa se basa en mitos contados como viajes o, más bien en viajes escritos como mitos. Da igual. Javier Reverte sabía fundir magníficamente mitos, viajes, sitios y personajes para crear verdaderas obras literarias.
Suele pasar que el viajero-escritor a veces sacrifica la verdad por la credibilidad de su historia. A Steinbeck se le acusaba de no haber dormido ni una sola noche en la caravana que escribió haber conducido en sus viajes con su perro Charley. Y, ¿qué importa si lo que nos cuentan no es la mera verdad? Los blogs de viajes están llenos de trivialidades completamente ciertas, pero en absoluto interesantes. Los grandes escritores de viajes nos cuentan el viaje que tendría que haber sido y no exactamente lo que ocurrió.
Yo también he vivido aventuras viajeras: me han apuntado las pistolas de unos milicos en Colombia, he brindado con vodka con un oligarca ruso, un diluvio arrastró mi 4x4 en pleno Sáhara tunecino... Pero ninguno de mis viajes podrá igualarse jamás a los miles de kilómetros que he recorrido en las páginas de Javier Reverte. En ellas aprendí a disfrutar de los olores de los mercados, del murmullo de los animales en la noche, de la compañía de un fugaz camarada de bar o de la sonrisa de esa mujer enigmática que, entre todos los asientos del vagón, elige sentarse a tu lado. De sus palabras me quedo con una máxima: se viaja para conocer, para conocer a otros y para conocerse a sí mismo.
Escribo esto con el corazón entre tinieblas, atronado por tambores de nostalgia por lo leído en los libros de Javier Reverte y lo andado con él en sus viajes. Nostalgia de los libros que él ya no escribirá. Posiblemente nostalgia de lecturas de juventud. La próxima vez que suba por los pinares de Valsaín, que él tanto amaba, recordaré al vagabundo en África, al lector de Twain y Joyce. Después de tantos kilómetros recorridos espero que, bajo la tierra de su Sierra de Guadarrama, Javier Reverte descanse en paz.
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