El niño Leonardo, por Ángel Márquez


El niño Leonardo entró en este mundo – redondo de formas y cuadrado de problemas – un 27 de septiembre, onomástica de San Vicente de Paul. Como todos sus tocayos recién nacidos, su cuerpecito está todo lleno de arruguitas y su piel llena de un color de inframundo. No perdió el tiempo en abrir sus ojos desde el primer día de su vida. Esos ojos visionaban el nuevo mundo donde lo pusieron. Creo que los primeros días de vida es cuando tenemos mayor afán científico. Mucho antes que los sonidos, las letras y las palabras, el primer signo lingüístico del niño Leonardo fue el signo de interrogación junto con su llanto, que es la lengua del esperanto por excelencia. Su mirada, más que ver, interroga y hace preguntas sin sonidos ni estructuras gramaticales, que las dejará para más adelante, e igual, para más adelante, irá ampliando poco a poco sus demás sentidos: el tacto, que le sigue a la vista, con el que sabrá lo que es el frio, la calor y la caca; el oído, sin comprender unos sonidos que salen de todo lo que le rodea, y finalmente tendrá contacto con el gusto y el olfato.

El niño Leonardo nació en Roma, esa ciudad donde las piedras cuentan historias. Con su mestizaje de sangre española e italiana, Leonardo vino al mundo con un pan y una pizza bajo los brazos, y en sus manos trajo dos títulos: los de padres y los de abuelos. A mí y a mi mujer nos ha regalado el tierno título de abuelos. Como título, consigue que la “baba” se nos caiga. Este título es un don intransferible, que en contra de las apariencias nos hace más jóvenes, casi niños. Al lado de Leonardo nos enternecemos, hacemos muecas como él e intentamos estar a su nivel. Ser abuelos nos saca el resto de niño que llevamos dentro.

El niño Leonardo es guapo. El adjetivo feo está excluido en los niños para sus padres y sus abuelos. Con unos meses ya de vida, su cara se ha vuelto redonda, regordeta. Parece un angelote –su abuelo se llama Ángel–, un querubín de tiernos mofletes que encontramos en esculturas y pinturas religiosas del barroco. Su pelo es rubio, casi pelirrojo, y a veces en su seriedad, cuando se encuentra en su trono de brazos, parece un káiser alemán o un emperador romano, donde el mundo que lo vio nacer se encuentra bajo sus pies, y siempre indiferente al cansancio y dolor de brazos y espalda que nos da. Es tan guapo que di los pasos para presentarlo al concurso de Míster Italia, donde me dijeron que, si bien le sobraba belleza para el concurso, aún le faltaba una poquita de edad para entrar en él. Todo es cuestión de esperar.

El niño Leonardo come bien y mucho. La “teta”, ese alimento de dioses que estos nos dan para que seamos humanos, la toma en toda su redondez. Es un tragón que no desecha nada y que, además de comer, le sirve de postre para quedarse en un sueño placentero y dulce. Me pregunto qué sueña Leonardo. ¿Qué imágenes se le pasan por su cabeza? ¿Será todo agradable? ¿Soñará lo mismo que sueñan los ángeles? Nadie, ni siquiera él, me podrá contestar a estas preguntas, pero supongo que serán sueños sin aristas, sueños que irán conformando su ser y su personalidad.

El niño Leonardo, más que reírse, sonríe. También, y no seré yo quien lo oculte, llora. Cuando lo hace, llora a borbotones, como un rio que se desborda e inquieta, pero luego, cuando la tormenta pasa, sonríe inflando sus mofleticos; nos hace sentirnos las personas más afortunadas del mundo. Un nieto, es este caso Leonardo, es una lotería que siempre toca.

Espero que en el futuro el niño Leonardo sea ambidiestro en el lenguaje. Tendrá que familiarizarse con su italiano y su español remoto y que lo mismo diga, aunque sea con faltas ortográficas o fonéticas, “abelo” o “nonno”. Seguro que de una manera u otra nos entenderemos y seguro que el cariño, que no entiende de fronteras idiomáticas, será lo mismo en un idioma u otro.

Cuando el niño Leonardo venga a Montilla y sus pies sean autónomos lo llevaré por todos los bellos rincones que este bello pueblo tiene. Lo llevaré a que conozca sus campos para que sus raíces españolas y montillanas den sus frutos, como lo dan las raíces de nuestras viñas, y cuando su pensamiento sea también autónomo, tomaremos unas copas de vino, aunque sean acompañadas de pasta italiana.

Aquí nos tienes, Leonardo niño, con los brazos abiertos para quererte y protegerte, como allí en tu Roma te protegen con sus brazos abiertos tus padres y la plaza con su basílica de San Pedro.

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