Los caminos que no pisamos, por Juan Antonio Prieto Velasco


Hemos decidido —quizás hayan sido las bifurcaciones del destino— transitar senderos que conducen a parajes inhóspitos pero serenos; yermos, vacuos y silenciosos, aunque sosegados. Empezamos recorriendo frondosas veredas por las que discurrían arroyos cristalinos que saciaban la sed de los caminantes. La vegetación ofrecía abundante sombra bajo la que refugiarse del sol inclemente y frutos, muchos frutos, que apaciguaban el rugir de nuestras tripas inanes. El camino era cómodo, pues discurría por amplias llanuras; la hierba crepitaba bajo nuestros pies y a cada paso que dábamos se descubría el horizonte, que se divisaba más y más cercano. En las márgenes abundaban las flores silvestres, sobre las que revoloteaban insectos ávidos de néctar, bajo los surcos que dibujaban en el cielo las aves retornadas por la primavera. Las nubes, movidas por la suave brisa, vagaban ligeras, errantes; desconocían su rumbo, pero ¿acaso importaba apenas la travesía siguiera su curso deambulante?

Las encrucijadas, no obstante, nos ponen en la tesitura de tomar una nueva dirección y la incertidumbre, cual tormenta indeseada, se cierne sobre nosotros con una sorpresiva necesidad de decidir. El día se torna grisáceo, la luz parece querer esconderse de lo que pudiera avecinarse y las aves recelosas buscan refugio en las copas de los árboles que circundan los caminos que no pisamos. Las gotas de lluvia comienzan a caer precipitadamente sobre el piso embarrado. Aun así, continuamos caminando y esperamos empapados a que las nubes trasluzcan el sol y seque los charcos que empantanan el sendero para reemprender la ruta o para virar hacia un nuevo norte.

Pero el camino ya no es el mismo de antes, se ha vuelto pedregoso, al tiempo un lodazal, y, a medida que creemos acercarnos a nuestro destino, también más empinado. Las alimañas acechan sus presas ante la escasez de alimento y amenazan a los que trashuman por las escarpadas veredas. Los caminos que no pisamos convergen ahora en un estrecho desfiladero que trascurre por lo angosto de imponentes y pétreas paredes. La ligera niebla que invade aquella vía lúgubre contrasta con el brillo con el que, por fin, parece abrirse tenue a nuestros ojos un vasto prado que se antoja tapizado de verdes pastos.

El cansancio de tan larga distancia nos ha cegado y lo que creíamos un vergel es, en realidad, un campo estéril del que no se espera fruto y en el que no germina la simiente. El silencio se ha adueñado de aquel lugar infértil. No hay leña para avivar el fuego con que calentarnos y alumbrar en la penumbra de una fría noche de invierno. No hay montañas que jueguen con nuestros ecos, ni susurros de viento que agiten los campos de trigo, ni horizontes tras los que imaginar la mañana, ni lindes a las que confiar nuestros secretos. Nada. Solo una luz nos deslumbra, nos hace apartar la mirada de los confines inciertos de nuestra memoria. No hay huellas que seguir para regresar de este páramo. No podemos desandar el camino sobre el que mis pasos inquietos ya se volvieron una vez. Son los caminos que no pisamos los que nos trajeron hasta aquí y en este erial hemos empezar de nuevo.

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