COVID y videojuegos, por David Luna


El COVID (o la COVID, que hay que usar lenguaje inclusivo, si no de qué sirve el Ministerio de la “igual_da”) ha traído la desgracia a toda la humanidad y la felicidad a las empresas farmacéuticas. Esta enfermedad tan curiosa que lo mismo te da tos que diarrea conlleva una serie de cambios sociales que para quitarle hierro al asunto y que suene amigable han llamado: la nueva normalidad. Ésta implica acostumbrarse a cosas tan peculiares como llevar mascarilla en el campo, no poder ir a tu segunda residencia (a no ser que vengas desde París o Berlín) o al toque de queda (que como todo el mundo sabe, los virus se activan a ciertas horas de la madrugada).

Como ya soy uno de los afortunados vacunados con AstraZeneca (lo que no sé, en este momento en que escribo, si me pondrán la segunda dosis o me la mezclarán con la Sputnik V, la Pfizer, calimocho o ya me quedo como estoy), puedo hablar más frívolamente de otras consecuencias directas de esta tragedia llamada COVID19. La pandemia ha supuesto un sinfín de problemas que no todos tienen que ver con la salud: el planeta ha entrado en una hibernación global que ha supuesto el retraso de grandes producciones de películas, series y, por supuesto, videojuegos.

Aquellos que piensan que los videojuegos son una pérdida de tiempo creerán que no pasa nada si el juego que llevo esperando dos años se retrasa otros tantos más; normalmente son los mismos que si cancelaran Sálvame saldrían a la calle a rasgarse las vestiduras.

También están los que dicen que los videojuegos fomentan la violencia, por lo que es buen momento para desintoxicarse. Como contraargumento les puedo decir que los de mi generación se criaron viendo películas de Rambo y todavía no he visto cuarentones perpetrando masacres callejeras al grito de “morid, charlis”.

Los videojuegos son una atractiva forma de aprovechar (o malgastar, según se vea) el tiempo libre. Son entretenidos y tan inmersivos que te sirven para desconectar de las vicisitudes del devenir diario, y más en los tiempos que vivimos/sufrimos. Esa función catártica sirve para prevenirnos de enfermedades mentales igual que irse de cañas con amigos o jugar al pádel (o las dos cosas). Eso sí, como todo tiene que tener su justa medida y cierto autocontrol, puesto que su abuso puede conllevar una adicción y dependencia como si de una droga se tratara.

Lo mismo que al cinéfilo le fastidia que se retrase la última Misión Imposible, la de 007 o la mismísima Top Gun: Maverick…, a los jugadores nos duele que se nos vayan retrasando todos los videojuegos por culpa de la pandemia. Los retrasos más significativos los tenemos en títulos como FarCry 6, Dying Light 2, Deathloop, Gotham Knights, Gran turismo 7…, pero también en otros que no son de tanto calibre como pudiera ser Hogwarts Legacy.

Para los nuevos “gamers” que se han dejado muchos videojuegos sin jugar puede ser un gran momento, puesto que encontrarán de lo más variopinto y a un precio rebajado. Pero para los viejos rockeros que lo hemos jugado todo desde Space Invader (1978) o Pacman (1980), tendremos un vacío durante meses que nos va a costar llenar. Menos mal que siempre nos quedará Netflix o pasear al perro (que es el único que puede salir cuando quiera y sin bozal).

Emparejado al mundo de los videojuegos está el vasto mundo de los componentes electrónicos y periféricos para PCs y consolas. Debido al COVID (y al fenómeno de los “mineros”, de lo que podríamos hablar otro día) es muy complicado montarse un PC Gaming puesto que hay escasez de componentes de calidad (los caros), que son los que habitualmente necesitas para montar tu PC Master Race y poder jugar con todo en ULTRA. A eso se le suma que cuando hay stock el precio está más que inflado por la ley de la oferta y la demanda, por lo que es posible que si lo quieres ya, acabes pagando el triple.

Aunque por decir algo positivo en lo que respecta al COVID en relación con los videojuegos, durante el arresto domiciliario (perdón quise decir confinamiento) los videojuegos nos proporcionaron un sinfín de horas de entretenimiento, lo cual fue de agradecer puesto que, al no poder salir a la calle salvo al médico, a comprar el pan, tirar la basura, pasear al perro, hacer las fotocopias de las tareas que mandaban los maestros... al menos teníamos algo en que ocupar tantas horas muertas hasta que llegaba el ansiado y feliz momento de aplaudir a las ocho.

Seguro en muchos hogares no hubo parricidios, asesinatos de compañeros de piso o nadie se tiró por el balcón gracias a que muchos de sus habitantes estaban enfrascados en salvar el mundo de los alienígenas, acabando con una horda de zombis o conquistando una colina en Okinawa.

Posiblemente ésta sea la mejor década para confinarse en casa debido al gran número de juegos a los que poder hincar el diente. Me imagino el mismo encierro en la década de los ochenta, en la que solo había dos canales de televisión y jugando a Donkey Kong (1981) que, si bien era un juegazo, trata de echarle un par de horitas hoy en día y me cuentas. Por ello, no tenemos excusa: #YoMeQuedoEnCasa (pero no sin videojuegos).

Comentarios