Las leyendas del jazz siempre serán inmortales, por Antonio Luque


“Quiero agradecer a todos aquellos que me han ayudado a mantener el fuego de la música ardiendo a lo largo de mi viaje. Es mi esperanza que aquellos que tienen una idea para tocar, escribir, actuar o cualquier otra cosa similar, la hagan. Si no es por ellos mismos, que lo hagan por todos nosotros”. (Chick Corea, 1941-2021)

Pianistas hay muchos, buenos y mejores, pero pasará mucho tiempo hasta que el mundo de la música conozca otro a la altura de Armando Anthony Corea. No es tanto por su talento indudable como intérprete, sino por la manera de concebir su gran pasión: disfrutar y hacer disfrutar, imaginando las variantes de un pentagrama en su privilegiada cabeza y sus virtuosas manos. Jazz en estado puro. Bajo esta premisa son más fáciles de entender las palabras con las que he iniciado este humilde homenaje. Forman parte del adiós con el que Chick Corea quiso despedirse de sus amigos y seguidores, antes de que el cáncer robara para siempre un trozo del corazón de los aficionados a la música, como yo.

Mis primeros discos de jazz fueron Bird and Diz de Charlie Parker, Kind of Blue de Miles Davis y Time Out de Dave Brubeck. El cuarto, Light as a feather de Chick Corea and Return To Forever. Abriendo las puertas del jazz a lo grande. Desde entonces el genial pianista de Massachussetts siempre ha tenido un hueco para mí, entre Charles Mingus, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, John Coltrane, Sonny Rollins, Avishai Cohen, Omer Avital, Ibrahim Maalouf y tantos otros.

Desgraciadamente, ya que el tiempo ofrece una perspectiva diferente a la realidad del momento, sólo aproveché una de las varias ocasiones que he tenido para ver y escuchar en directo a Chick Corea. Fue en el año 2005, en el Gran Teatro de Córdoba, con la gira Touchstone. Jorge Pardo, Carles Benavent, Rubén Dantas y Tom Brechtlein formaban quinteto junto al pianista americano. Geniales por separado, sublimes como banda y tristemente poco reconocidos en casa. Aún así, afrontando con naturalidad esa leve barrera entre el jazz y el flamenco que diluyeron mucho antes músicos ilustres como Pedro Iturralde. De todas las sensaciones que recuerdo de esa actuación, y fueron muchas, me quedo con un instante en el que Chick Corea se convirtió en un espectador más del espectáculo. Fascinado por Pardo, Benavent y compañía, abandonó el teclado tomando asiento en el mismo escenario, recreándose en la interpretación de sus propios temas, pero a través de la mirada de aquellos genios. El maestro convertido en alumno, disfrutando del concierto en una butaca privilegiada. Fue un gesto que me aportó una visión distinta para entender la música. Desde entonces me obligo a otorgar la máxima atención a todos los músicos que se encuentran en el escenario, por desconocidos que sean, más allá del afiche informativo de la actuación. Esta anécdota es un indicativo más del carácter colaborador de Chick Corea a lo largo de su carrera. Capaz de asociarse con leyendas del jazz como el vibrafonista Lionel Hampton, músicos de corte flamenco como el mismo Jorge Pardo o estrellas vocales como Bobby McFerrin, con el que registró una versión magistral de Spain, su pieza más popular. Justamente es lo que siempre me ha fascinado de Chick Corea. De la vanguardia musical a la fusión del jazz-rock, pasando por el bebop o las obras sinfónicas.

Casi todo se ha dicho ya sobre él, especialmente en estas últimas semanas en las que el mundo de la música todavía llora su pérdida. Aún así, ahora que repaso algunos de sus discos con cierta nostalgia, continúo encontrando matices que me reafirman en la certeza de que hemos perdido a uno de los grandes del jazz de todos los tiempos.

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