Baldosas amarillas, por Miguel Cruz Gálvez


Seguramente porque nadie le había alertado de aquello, más que una sorpresa lo sintió como una traición. Habiendo rastros de otros semejantes, le parecía muy cruel que nadie hubiese avisado, pero así fue. Y a sus pies, la dorada arena comenzaba a solapar las baldosas amarillas, y así acababa el camino.

Estupefacto y tembloroso se postró sobre las últimas piezas adoquinadas para apartar con una mano la primera capa arenosa, pero tuvo que recurrir también a la otra para certificar que, por profundo que escarbase, sólo había eso, arena. Una alfombra desértica sustituía al camino que, con continuada naturalidad, había seguido durante tanto tiempo. Así, algo ansioso, certificó el final, y ante sí, se abría una inmensidad en la que adentrarse sin el más mínimo señuelo a seguir.

Por un momento, su instinto provocó el gesto y volvió la vista atrás, pensando en volver. Pero el largo tramo que ya había cubierto era ahora un mero espejismo, una simple ensoñación a la que no podía recurrir. Sumido en el desconcierto, en pie, al borde del adoquinado, un pellizco en el estómago le creó una sensación incómoda que permaneció mientras asimilaba que una etapa acababa y que él, de alguna nueva manera, tenía que continuar.

Como el día llegaba a su ocaso, descargó de su espalda la pesada mochila que acarreaba, preparó el terreno y acampó. Entonces, recostado sobre la primera duna, comenzó a descansar y a relajar su estado y sus sensaciones, que poco a poco comenzaron a ser distintas. La noche despejada era bellísima y absolutamente placentera, ideal para que aquel espíritu sensible y creativo se acomodara al momento y, mirando al cielo, comenzara a dibujar sobre las estrellas divertidas figuras que se convirtieron en una viva animación que le empujó al sueño y a soñar, a bien soñar.

Al despertar, el ocaso ahora era amanecer y su conciencia se iluminó tal y como lo hizo el cielo. Cambió la sensación de miedo por la de libertad y el confort por el hambre de aventura. El hábito de caminar sin más dio paso al deseo de escribir su propia historia. Y entonces, puso el pie arena adentro y comenzó su nuevo trayecto, sin tener el rumbo nítido pero con la confianza de llegar a tenerlo. Solamente utilizando un instrumento: el corazón, una preciosa brújula apuntando siempre en la misma dirección, la de la serenidad, la de la pasión, la de la risa y el buen humor y por encima de todo la dirección del amor. Amor de dentro a fuera y de afuera a dentro, amor por todo y por todos.

De la misma forma, decidió abandonar su equipaje y todo lo que en él cargaba. A partir de allí, soltar lastre y aligerar no era una opción, era una necesidad, porque el desierto es maravilloso, pero un desierto es un desierto…y no es fácil cruzarlo. Por eso siguió con lo justo y necesario, confiando en la Providencia y en lo aprendido tras suficiente tiempo caminando.


En la costumbre de estar llevados de la mano durante tanto tiempo por el camino ya hecho, no esperamos en ningún momento que nos dejen libres, ni que el camino esté inacabado. La ilusión de que la vida es un camino de baldosas amarillas que te lleva a Oz es sólo eso, una ilusión. Ese camino era sólo para Dorita, porque Oz existe, pero cada cual tiene que llegar por el suyo. Y no hay mapa para encontrar tu camino, sólo tú, por ti mismo, puedes hacerlo.

En cualquier caso, gocemos del trayecto y no veamos problema donde podemos ver oportunidad. Adaptémonos al cambio, a lo inesperado, y aceptemos que no importa el cómo llego, si no que finalmente llego. ¿Sabes una cosa? Realmente creo que es una suerte que todo sea así.

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