Salud, dinero y amor, por Valeriano Rosales


De estas tres cuestiones me decanto por el amor, quizás por la añoranza de la juventud de la que me alejo, pero de la que aún noto su fuerza. Un amor, eso sí, alejado de utopías edulcoradas, visto en este caso como una sensación de querer y sentirme querido por las y los más cercanos y, en la medida de lo posible, por aquellos que están más distantes.

En estos tiempos de pandemia se diluyen el amor y el dinero y parece que cobre mayor supremacía la salud, vista erróneamente como una ausencia de enfermedad y en último extremo de muerte. No es apreciada desde la perspectiva más acertada de un bienestar físico, mental y social. Este punto de vista se pierde en situaciones de crisis como la presente y es adecuado por momentos alejarnos del foco y ver nuestra realidad con cierta distancia y apreciar todo su conjunto y no solo una parte.

Haciendo un repaso por nuestra cotidianeidad es palpable que salimos lo imprescindible, hacemos lo justo y necesario y volvemos de nuevo a casa. Cada vez nos importa menos estar en nuestro domicilio, metidos el resto del día haciendo con cadencia lo mismo, actuando como si algo hubiese cambiado, pero siendo conscientes de que nuestro mundo se metió dentro de un paréntesis el 14 de marzo de dos mil veinte. En el transcurso que va desde ese día hasta el actual continuamos aprendiendo algo que está en nuestro ADN, en nuestro fuero más interno, obedecer. Hacemos con mayor o menor acierto, con más o menos resignación aquello que se nos manda desde los lugares de toma de decisiones sobre nuestras vidas. Y pese a que los sucesos de personas que se saltan las normas son más noticiables, tienen mayor audiencia en medios tradicionales y, sobre todo, en redes sociales, son infinitamente menos que los que intentan hacer frente a la pandemia desde lo individual para ayudar al colectivo e intentar frenar su avance.

Y no todas ni todos tenemos la misma suerte. Los que mantenemos nuestro trabajo, con mayor o menor exposición al coronavirus, vamos jornada a jornada con la extraña sensación de ver el abismo y a la vez el arco iris. Abrimos las puertas con resquemor ante el virus pero con la alegría de poder comunicarnos, que es lo que nos diferencia del resto del mundo animal. El relacionarnos lo buscamos a diario por difícil que resulte con las mascarillas. Queremos afectos, sentimientos… y no digo ya cercanía. Ésta la hemos dejado aparcada, atrás quedaron saludos cordiales, abrazos, achuchones… Escribo este artículo durante uno de mis varios aislamientos por haber estado en contacto con personas que dieron positivo. Por suerte, mis test siguen dando negativo. Sigo sin contagiarme y con ello sin empatizar del todo con aquellos a los que su resultado no fue el mío. A ellos se les paró por unos días con suerte o para siempre tal vez su propia condición humana, su posibilidad de estar con personas y darles, por ejemplo, besos ni siquiera el último apretón de manos ante el irremediable final.

Pero no solo los que trabajamos tenemos más posibilidad de continuar, aunque en precario, nuestra vida social. Nosotros cobramos al finalizar el mes, podemos hacer frente a nuestras facturas y emprendemos proyectos, ni imaginarme quiero el no poder hacerlo. Las grandes cifras macroeconómicas dirán lo que tengan que decir, pero de puertas para dentro hay y habrá hogares que necesiten ayuda hasta no podemos atisbar cuándo. Con ellos me quedo, con sus ansias, las mías, de que esto cambie, de que equilibremos lo antes posible salud, dinero y amor.

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