Sahara, por Carlos Alberto Prieto


Otro beneficio del desierto: cierto regreso a la naturaleza, aunque sin romanticismos, sin efusiones líricas, sin tonterías sentimentales

Theodore Monod. Camelladas

Los viajes nunca comienzan en aeropuertos ni estaciones. Este, en concreto, tiene su origen en una noche de cervezas en Burgo de Osma, en mitad de la ancha Castilla. Allí, las épicas historias ciclistas de Selu, ahora mi amigo y entrenador, me hicieron pensar que recorrer el Sahara en bicicleta durante una semana podía ser una buena idea.

En el fondo, este viaje se inició años atrás, cuando devoraba las páginas de Rebelión en el desierto; o imaginándome bajo los cuidados de Juliette Binoche como su nuevo Paciente Inglés. Mi motivación podría ser la necesidad de regresar a mi particular mitología adolescente donde el Desierto simbolizaba la aventura. O quizás me movía el masoquismo, ese que me lleva a esforzarme al máximo sobre una bicicleta. El agotamiento tras el esfuerzo tiene algo de redentor. Mi bicicleta es para mí lo que el cilicio a los monjes. No sé si expiamos nuestras faltas mediante el dolor. Lo cierto es que la fatiga extrema aleja los malos espíritus.

Sea por las historias de Selu, por mis mitos adolescentes del Desierto o por masoquismo monacal, decidí participar en la carrera más dura del mundo en bicicleta de montaña: la Titan Desert. 6 etapas de 100-120 km cada una. Durante nueve meses viví como un espartano preparándome: gimnasio, horas de ciclismo con una mochila de cinco kilos a la espalda; con calor y con frío; la lluvia y el barro; las caídas y las lesiones. Competí en carreras en bicicleta por todos los rincones de España: desiertos como Monegros o Tabernas, senderos de Sierra Morena y nuestra campiña, cumbres de Guadarrama, sierras de Murcia, valles de la Alcarria, la inmensa llanura de Castilla la Vieja…

De las seis etapas de la Titan Desert solo puedo contar que el desierto te lanza una prueba diaria de supervivencia, que se sufre mucho y que pude terminar. El paisaje del desierto cambia a cada pedalada. Vi mil desiertos dentro del Sahara: pistas de piedra negra, acacias, cauces de ríos secos, lagos de sal, pueblos pobres pero limpios, poblados de adobe rojo abandonados, pinturas rupestres, oasis, palmerales… pero sobre todo el desierto es arena y viento. Arena anaranjada, arena blanca, arena negra. Un viento ensordecedor suele desatarse cada tarde. En las mañanas, cuando el viento da una tregua, un silencio absoluto lo tapa todo. Entre la arena y el silencio total no se piensa, no hay recuerdos y no se siente dolor; ni corporal ni del espíritu. Y así, anestesiado, desorientado y a 45 ºC solo podía oír mi corazón latiendo entre las colinas de arena del Erg Chebbi.

Curiosamente, a pesar de la violencia de la experiencia, al pasar la meta final no te espera ni la gloria ni la satisfacción del objetivo cumplido. Ni falta que hace. En la meta solo está el puñado de amigos que has hecho en el camino. Aquellos con los que pasaste un frío atroz en Soria, los que te ayudaron a reparar una avería o simplemente aquellos que te adelantaron en carrera y durante unos segundos te escoltaron por la Nada más vacía. Estos amigos tan fugaces como la gloria del ganador, y, al mismo tiempo, tan eternos como la derrota del perdedor. Y un instante después, la anestesia del cansancio extremo se evapora y vuelves a recordar a tu familia, a tus amigos de siempre y, claro, regresan tus demonios interiores a rondarte.

El cine romántico nos enseña que podemos encontrar refugio bajo el cielo protector de algún lugar exótico, que siempre podemos dejar atrás las malas experiencias, que existen las segundas oportunidades… No es cierto, comprobé que no hay expiación en la aventura. El cansancio me dejó esquivar mis fantasmas mientras pedaleaba por las arenas del Sahara. Pero los malos augurios de siempre me esperaban pacientemente bajo el arco de meta de la Titan Desert. Y como advierte Michel Onfray, solo alcancé a descubrir en mi viaje sahariano aquello de lo que era ya portador a la partida. 

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