A propósito de..., por Miguel Cruz Gálvez


Es al cabo de no poco tiempo cuando uno se da cuenta de que las cosas no están nunca donde se buscan o esperan. Ni las risas, ni las lágrimas, ni el amor, ni el desamor…Todo aparece donde y cuando menos lo esperas.

El anhelo de un estado ideal de felicidad nos empuja a una búsqueda constante de objetivos y a forzar, con frecuencia lo que no debemos forzar. Resultando en una recurrente frustración.

Finalmente, cuando de forma inconsciente bajas la guardia y cesas el acecho, la vida te provee con lo que necesitas.

Esto viene al hilo de cómo en cierta época, en una parada de autobús, me topaba a menudo con una persona que terminó cambiándome la forma de ver la vida.

Obligado a escucharle, en aquella solitaria y aislada escena, durante sucesivos encuentros fortuitos, pasé del rechazo de entrada al posterior desvivido interés.

Desde mi apatía y anestesia vital, aquellas narraciones me hicieron despertar y me di cuenta de que las mayores ilusiones, y sobre todo las verdades, también están donde menos te las esperas.

Y no siempre es, como podríamos presuponer, en las vidas de sabios ni eruditos, ni de ningún otro privilegiado intelectual. Seguramente porque estas verdades son tan grandes que no se pueden alojar en mentes ocupadas (simple cuestión de espacio).

Esas verdades, de tal dimensión, se suelen alojar en mentes simples, con todo lo bueno que eso conlleva, y sí, digo todo lo bueno, que es mucho, lo que va inherente en la simplicidad.

Forrest decía que su madre le recordaba con frecuencia: “la vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te puede tocar”.

Nadie a estas alturas podrá negar dicha afirmación, ni hace falta vivir demasiado para experimentar en las propias carnes está irrefutable realidad. Para los optimistas, esa quizás sea la salsa de la vida. Para los dados a ver la parte cruda de las cosas, no controlar las circunstancias puede resultar muy incómodo…o incluso inasumible.

Pero Forrest no lo afirmaba solamente por su madre, era propia experiencia. Y lo sé porque a lo largo de los sucesivos encuentros me confesó, con su exultante energía pero de forma inocente, como la vida le había presentado infinidad de circunstancias y experiencias dispares (muchas de ellas extremadamente delicadas) que nunca eligió pero, sin embargo, no tuvo más remedio que afrontar.

Así, desarrolló la intuitiva capacidad de distinguir lo que podía o no podía cambiar y se ocupó de lo primero, entregándose hasta su último aliento en cada causa que tomaba parte, moviendo Cielo y Tierra si hizo falta…

Capeó tormentas, ausencias y limitaciones agarrándose a cielos azules, presencias y oportunidades.

En cualquier caso, Forrest no sacaba estas conclusiones, eso no iba con él, fue cosa mía esa tarea.

Con todo esto, no fue la azarosa sucesión de los acontecimientos vividos ni lo incontrolable de la vida la mejor enseñanza que pude aprender de él, sino el hecho de que todo lo hacía sin preocuparse, sencillamente ocupándose.

Plantearse cualquier tipo de disyuntiva en un asunto vital es casi inútil. La mejor salida seguramente la encontraremos por la tangente. Como se suele decir de forma evasiva: ni sí ni no sino todo lo contrario…

Absténganse de pensar, sientan, vivan y tiren millas adelante. Pedaleen, disfruten de lo bueno del camino y sufran lo malo, que también es necesario el contrapunto. Dolor y gloria. Pensar, sí, pero sólo lo necesario. Sentir y sentir, siempre más y con menos miedo.

Lo más inteligente puede ser dejar de usar la inteligencia por momentos, o quizás la mayor parte del tiempo.

De esa forma fue, gracias al que presuponía torpe, que terminé por asumir todas esas cosas, y por entender que era él una persona que pensaba poco pero sentía mucho.

Gracias al torpe me di cuenta que él no era para nada torpe sino que, más bien, el torpe era yo.

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