Incluso algún que otro pesimista, no digo ya los optimistas, pensaba allá por el mes de abril, después de varias semanas de confinamiento, que íbamos a cambiar. Que la irrupción mundial de la COVID-19 supondría otra manera de entender la vida. Han bastado unas semanas para darnos cuenta de que todo sigue igual, o que al menos queremos que todo sea igual que antes, como si esto hubiera sido un mal sueño. Salvo en la más cruda realidad de la pandemia, hemos vuelto al trabajo, a las terrazas, a la montaña, a las playas. Con mascarilla y alguna que otra medida más, pero como si nada hubiera cambiado. El verano siempre ha sido para eso, para disfrutar de unas merecidas vacaciones. Pero la época estival, al menos para una minoría, era el oasis perfecto para consumir teatro y música, gracias a una programación que esta temporada se presentaba más que interesante. Pero eso sí que ha cambiado radicalmente.
La realidad de la pandemia es que han caído festivales por todo el mundo. Pequeños, medianos y grandes, algunos incluso amenazando con la desaparición. Han cerrado salas que mantenían una programación más que digna durante todo el año, pese a sus escasos beneficios. Así que muchos nos hemos quedado sin nuestras merecidas vacaciones culturales, sin que se vislumbre de momento la luz al final del túnel. En los últimos meses las opiniones y preocupaciones de músicos, promotores y empresas de sonorización no son precisamente optimistas porque, simplemente, apenas si hay trabajo. Son todos profesionales, igual que otros que sí han gozado del visto bueno de la opinión pública. El mundo de la cultura se lleva una nueva puya y ya van demasiadas. Porque una cosa es poner el Dúo Dinámico a todo trapo en las ventanas y otra diferente defender y apoyar a un sector que cura el espíritu a base de representaciones o actuaciones. Decía Gabriel García Márquez que la cultura es el aprovechamiento social del conocimiento y ya va siendo hora de que nos demos cuenta, pero de verdad.
Y es que la cultura no debe ser la excusa para salir a tomar unos vinos, sino al contrario. La pocas iniciativas que se han llevado a cabo este verano, al ejemplo de Montilla me remito, han puesto de manifiesto que la amplia mayoría de la población antepone la charla en el gallinero a disfrutar del trabajo del artista y de toda la industria que hay a su alrededor. Muchas han sido las voces que han criticado estas iniciativas, pero casi ninguna la que ha lamentado la actitud del público. Porque no se trata de prohibir espectáculos para evitar contagios, sino de concienciar a los asistentes de que si no se mantiene una actitud responsable en ellos, van a producirse. En espacios destinados a la cultura, en fiestas privadas o en plena calle, da igual el sitio. Es cuestión de responsabilidad y tan simple como consumir cultura por convencimiento, no por oportunismo. En el caso de la música en directo, de disfrutar del espectáculo, porque tiempo habrá de dar abrazos, una vez que hayamos abandonado los codazos -léase saludos con el codo-. Hay que hacerlo por los artistas, por la industria y también por los pocos que seguimos pensando que la cultura es necesaria per se, no porque ofrece la posibilidad de ir de copas con los amigos.
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