¿Qué damos en la escuela? Por Laura M. Lopera Rodríguez


Está claro que la pandemia que nos azota, como si de una película de ciencia ficción se tratara, va a suponer un “cambio de paradigma”, un desmoronamiento del mapa de la realidad que nos sirve de sostén, de hipótesis inicial para construir conocimientos, de cuyos escombros debería surgir una nueva forma de entender el mundo y que se estudiará en los libros de historia como un punto de inflexión, junto a otros grandes acontecimientos que hemos vivido en la historia reciente.
Asistimos en directo a un cambio de era. Y frente a tan grandioso espectáculo observo a mi alrededor dos posturas: la de los que, a la altura de las circunstancias, con amplitud de miras y valentía, están dispuestos a asumir los cambios, y la de aquellos que, catastrofistas y asustados, se aferran desesperadamente a sus antiguos referentes, encerrándose en los límites de sus obsesiones y manías personales, como si aquí no pasara nada, en una absurda maniobra de avestruz.
Estas dos reacciones las percibo muy especial y claramente en mi ámbito de trabajo, que es, para mi suerte, también mi apasionada vocación: la enseñanza, la escuela.  Se oyen las trompetas de Jericó: ¡Nuestros niños están perdiendo horas lectivas! ¡Horror, pánico, alarma! Porque la cosa es grave: no solo no están recibiendo los currículos oficiales dictados por el Ministerio (claramente insuficientes para las aspiraciones de los padres modernos), sino también un número nada desdeñable de clases de teatro, inglés, gimnasia deportiva, tenis, piano, natación, robótica y chino mandarín. Incluso he leído sesudos estudios que vinculan directamente esta irreparable pérdida de instrucción con un descenso del poder adquisitivo de estos niños en un futuro. Permítanme que me ría.
Vivo el sistema educativo desde dentro, como profesora de Secundaria de Lengua y Literatura desde hace veinte años. Y nunca he tenido la sensación de que mis clases sean imprescindibles e insustituibles en la vida de un adolescente. Es más, tengo la clara, contundente y desasosegante impresión de que los alumnos no aprenden nada: chicos de quince años que, escolarizados desde los tres, no entienden textos sencillos en su propia lengua, trabajosamente consiguen hilvanar más de 20 o 30 palabras, no usan signos de puntuación o escriben con minúscula su propio nombre. ¿A qué viene entonces este drama nacional motivado por que pierdan tres meses de clase? ¿Por qué nos asusta tanto que durante tres meses no haya escuela?
En primer lugar, es evidente que la escuela cumple una función indispensable en nuestro sistema económico y productivo: guardamos niños/as mientras madres y padres ganan su salario en interminables jornadas laborales incompatibles con la familia. Sin nuestras horas lectivas, el sistema productivo se cae enterito, como una baraja de naipes. Primera reflexión que nos brinda el parón escolar: una sociedad que no permite a las familias generar riqueza y ocuparse de sus hijos al mismo tiempo no es la sociedad a la que deberíamos dirigirnos.
El segundo motivo por el que nos preocupa tanto que nuestros niños no vayan a la escuela estos días es la idea de prosperidad y éxito que nosotros hemos heredado y asumido y que pretendemos legar a nuestros hijos: la vida es una competición (de ahí la obsesión por las notas, por la evaluación) donde gana el que más cosas atesore, y la formación (escuela y extraescolares) garantiza en gran medida esa escalada hacia el éxito. Cuidado. Porque el orden social y económico tal y como nosotros lo concebimos está herido de muerte. Quizás les estemos haciendo promesas que nunca llegarán a cumplirse (que se lo cuenten a los millennials).
Por no hablar del currículo: gran parte de lo que enseñamos en la escuela está caducado y a los niños les produce indigestión. Hemos descafeinado los contenidos de las materias, que se repiten una y otra vez, huecos, vacíos, monótonos, sin entrar nunca en la auténtica materia, sin retarlos a saber, sin embadurnarlos en el fango del verdadero conocimiento, sin relacionar, sin profundizar, sin imaginar, sin sufrir ni gozar, para que no se frustren, para que no se enfaden. Sin embargo, nuestra infancia sufre más ansiedad y depresión que los niños de la posguerra. ¿Qué les estamos haciendo?
Ya teníamos indicios, pero esta catástrofe nos ha mostrado las pruebas: el sistema no funciona. Probablemente lo que nuestros alumnos/as aprendan es estos tres meses sea mucho más significativo y útil en su formación que lo que nosotros les hayamos enseñado en varios años. Y extraemos otras lecciones que nos brinda el parón: la importancia del conocimiento riguroso y de los auténticos expertos, que nos salvarán de la pandemia; el valor de la humanidades, de la cultura y el arte, que nos sostienen como seres humanos dignos en este penosos encierro; la altura y la repercusión social que tienen los oficios (cajeras/os, repartidores, dependientes, reponedores, limpiadoras/es…), tan olvidados en nuestro sistema educativo; que el tiempo en familia es imprescindible para criar a un niño (por más caros que sean los psicólogos) y que no puede ser suplido por las extraescolares (que responden más a nuestras aspiraciones de hiperpadres que a las necesidades reales de los niños); y que las únicas cosas insustituibles de la escuela, las que echan de menos los alumnos estos días, son las personas y las relaciones que entretejemos en la comunicación cotidiana, nuestra capacidad para hacer más amplio y habitable su mundo, que, en muchos casos, es pequeño y feo. Creo en la institución educativa como un oasis de conocimientos y cultura, tolerancia y respeto, que alimenta nuestro sistema social y lo hace mejor y más justo. Y eso es lo que se pierden nuestros niños estos días (especialmente los menos afortunados) y no varios temas del currículo o el sistema de evaluación, que es lo único que parece preocupar a muchos.
Ojalá en este amanecer que se vislumbra nos nazca también una nueva escuela.

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