Son pocos. Escasos. Tal vez, demasiado breves e intermitentes los momentos que le dan algo de sentido a nuestras vidas. Instantes únicos. La memoria los salvará, de la quema del olvido, y pasarán a esa rueda de negativos que desfilarán ante nosotros en el último ajuste de cuentas.
Uno de estos hermosos destellos es el que nos regaló hace poco más de un año, el genial poeta lucentino Manuel Lara Cantizani. La Casa del Inca, tan acostumbrada a este tipo de envites, hizo el resto prendiendo la noche con su atmósfera mágica.
Lara Cantizani es un entusiasta, un apasionado. Y eso se nota. Se nota en su rostro, que siempre luce sonriente, y se nota en el número de personas que lo aprecian y lo quieren. Tener la fortuna de cruzarte con un huracán como él es toda una suerte. Profesor, agitador social y cultural, concejal, editor… sería interminable la nómina de proyectos en los que ha estado involucrado, siempre enérgico y optimista.
Dispuesto a transgredir lo convencional con su creatividad desbocada, uno de los mayores méritos de Lara Cantizani reside en su capacidad de persuasión, en su tenacidad a la hora de llevar la poesía a todos los rincones y en todos los formatos. Acercársela a la gente, como ya lo hacía con sus alumnos: encender(les)nos la llama. Sin más herramientas que la propia convicción, y alejado de los estereotipos y las pose de poeta, nos seduce sutilmente y nos gana como adeptos para su causa.
Su último recital en Montilla, quizás, pertenezca más al mundo de la magia que al de la poesía. Manolo, para variar, llegó sonriendo y se marchó sonriendo. Fue amable y cordial. Muy divertido. Lírico. Vertical. Profundo. Todos los asistentes naufragamos felizmente en su limpio océano de haikus, siendo devorados por su irresistible magnetismo. Didáctico y generoso dejó muestras de su pasión, de la entrega absoluta y sin concesiones de aquellos que aman su oficio. Y aquí nace el sortilegio del que nadie puede salir indemne. Y todos a casa, con el corazón hecho jirones.
Córdoba es la Nueva York de los poetas. La pérdida de Lara Cantizani se suma a las de Eduardo García, Nacho Montoto y Pablo García Baena que, en los últimos años, han dejado a la provincia un poco más rota. Sin embargo, por suerte para nosotros, el lucentino no nos deja sólo sus poemas, sino que nos deja también un legado mucho más apasionante: su forma de vivirlos.
Cuenta la leyenda que en la Casa del Inca, las noches de recital, se escucha un sonido ronco. Un sonido ancestral que retumba entre las botas del mejor vino. No temas. Es el rugido del tigre, que baja con su eterna sonrisa a iluminar la velada.
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