Cipión y Berganza: el estado de alarma

El Coloquio de los perros es la Novela Ejemplar cervantina en la que aparecen Montilla y la Camachas, y da nombre a nuestra asociación. Sus protagonistas, dos canes, Cipión y Berganza, también pretenden serlo de nuestra revista. En cada número, a través de sus reflexiones y posturas en páginas centrales, uno a favor y otro en contra, iremos tratando temas de interés para nuestra sociedad. En esta ocasión, ladrando sobre el estado de alarma.

Cipión: ¡Estado de alarma!
Amigo Berganza, hacer que cuarenta y muchos millones de personas convivan juntas en una misma sociedad no es fácil. Requiere de unas mínimas normas de actuación y de un grado de solidaridad y responsabilidad.
Si te digo que esa gente de la que te hablo es española, entonces, tristemente, llegamos a la conclusión de que el nivel general de solidaridad y responsabilidad será escaso y, por tanto, para que no reinen el caos y la anarquía, las normas de convivencia no podrán ser tan mínimas.
El estado de alarma en que llevamos los últimos meses no deja de ser un mecanismo constitucional que permite al gobierno dar respuesta legal a situaciones excepcionales. No nos ceguemos con la herramienta y perdamos de vista lo principal, el motivo que nos obliga a usarla, la pandemia a la que nos enfrentamos.
Berganza, estamos en guerra. No una guerra convencional entre países o entre compatriotas (a las que somos tan dados) sino una guerra contra un enemigo invisible por microscópico pero tan letal como las balas de un fusil y con la capacidad de autofabricarse. El campo de batalla es nuestro organismo y nuestros soldados, los que aporta nuestro sistema inmunológico. Las armas con las que podemos ayudar a nuestro ejército son científicas y sociales. Y, como en toda guerra, para ganarla es fundamental la unión, la solidaridad y actuar colectivamente.
Ese esfuerzo colectivo frente al enemigo supone siempre una renuncia a parte de nuestra individualidad, que tenemos que sacrificar puntualmente en pos del bien común y de la victoria final. Este proceso puede realizarse por convicción y responsabilidad personal o, llegado el caso en que el egoísmo, la mezquindad y el ombligocentrismo no lo hagan posible, tendrán que ser los gobernantes de turno los que tengan que imponerlo de manera más coercitiva.
Centrándonos en países de reconocida calidad democrática y en sus actuaciones sociales para frenar al COVID-19, observamos cómo en Corea del Sur, Escandinavia o Alemania las restricciones gubernamentales han sido escasas. Ha bastado dar unas recomendaciones y consejos y sus ciudadanos las han seguido. Con la imposición de escasas normas, están consiguiendo parar al virus.
En sociedades históricamente más celosas de las libertades individuales, contrarias a legislar contra ellas y orgullosamente individualistas como Estados Unidos y Reino Unido, la respuesta a la pandemia está siendo un absoluto desbarajuste. Cuando su enemigo era más visible y lucía esvásticas y soles nacientes, no tuvieron tantos remilgos.
¿Qué democracias están llevando a cabo los confinamientos más restrictivos? Italia y España. Curiosamente, países en los que a sus ciudadanos se les llena la boca hablando de lo que hay que hacer para que la sociedad funcione mejor, criticando a quien no lo hace, alardeando de la importancia del esfuerzo colectivo, y que, en cuanto tienen la menor oportunidad, actúan individualmente en su propio beneficio y mirando únicamente su propio ombligo. Eso sí, siempre con una excusa que lo justifica. ¿Quién no ha comentado con orgullo en alguna ocasión esa vez que no pagó el IVA o que se benefició de algún trapicheo con el Estado?
Esos somos los españoles, los que nos desgarramos la camisa pidiendo mascarillas a los poderes públicos para luego ponérnoslas en la muñeca o la barbilla, los que criticamos aquel grupo de siete sentados en una mesilla del bar sin respetar distancias para sentarnos nosotros con otros diez en cuanto se levantan, los que no dudamos en coger el coche el fin de semana entre toses cargadas de millones de virus para llevárnoslos al piso de la playa con nosotros, los que montan una fiesta de veintisiete en el chalé de la sierra para que a los dos días estén todos aislados en cuarentena. Porque las recomendaciones y las normas están para que las cumplan los demás, y hay del que no lo haga, que se encontrará con mi afilada y viperina lengua; pero yo sé lo que hago y por qué no pasa nada si las incumplo, tampoco es para tanto.
Ante este tipo de comportamientos incívicos, egoístas, insolidarios e irresponsables, si queremos ganar la guerra al COVID-19, no queda más remedio al final que imponer estados de alarma, confinamientos, normas restrictivas de las libertades individuales y sanciones a quienes las incumplan.
Berganza: ¿Estado de alarma?
Entiendo tus argumentos, amigo Cipión, pero no los comparto. Mientras nos dure este milagro de hablar con discurso, déjame que te haga un relato de cómo veo yo todo este asunto que ahora nos ocupa.
El pasado 14 de marzo de 2020 nuestro Gobierno decretó el estado de alarma para todo el territorio español. La consecuencia más inmediata fue la limitación de la libertad de circulación de las personas, a quienes únicamente se les permitiría hacerlo por las vías o espacios de uso público para la realización de una serie de actividades consideradas como “esenciales”, tales como salir a cortarse el pelo (considerada como tal en un primer momento).
Dicho de otro modo, el Gobierno -a golpe de Real Decreto- obligaba a todos los ciudadanos residentes en España a confinarse en sus domicilios sine die. La razón de ser -según se nos ha explicado, amigo Cipión- es que el confinamiento de toda la población -medida que ya se viene adoptando desde la Edad Media- es la única y más eficaz herramienta para combatir al COVID-19, en tanto en cuanto no haya vacuna disponible. Es innegable que este confinamiento masivo impuesto constituye un recorte de nuestros derechos fundamentales que no tiene parangón en nuestra historia democrática. Además, el carácter del mismo hace que sea uno de los más estrictos comparado con otros países del entorno.
Tras varias semanas de confinamiento masivo continuado, me reconocerás amigo Cipión que los efectos de dicha medida tan drástica han sido devastadores: la economía ha sufrido un varapalo sin precedentes cuya recuperación se prevé va a durar varios años. Consecuencia de lo anterior, la escasez de recursos económicos ha provocado un aumento significativo del número de personas obligadas a acudir a la caridad para alimentarse y alimentar a los suyos. Nuestra salud física, psicológica y psicosocial también se han visto afectadas desconociéndose aún qué secuelas nos van a generar. La lista de consecuencias fruto del confinamiento masivo se podría hacer interminable e incluso ponerle nombre y apellidos.
Parafraseando una de las tesis maquiavélicas: en puridad, ¿el fin justifica los medios? ¿Es este confinamiento masivo tan estricto impuesto la única o más eficaz medida para combatir la COVID-19? Yo opino que no, amigo Cipión. Se podrían haber explorado otras opciones tales como la inmunidad de rebaño aparejada con una adecuada protección de nuestros mayores y otras personas más vulnerables, a los cuales sí que se les confinaría por su propia protección, permitiendo al resto de personas (infectadas o no) hacer una vida más o menos normal. Esto hubiera implicado un menor recorte de derechos fundamentales en aras a evitar la debacle económica que se ha producido.
También hubiera ayudado el descentralizar todo el poder conferido al Gobierno, otorgando a su vez una mayor participación de los entes regionales y autonómicos que son los que también van a sufrir estas consecuencias. De esta manera se acallarían las bocas que argumentan que el interés último de este confinamiento masivo es destruir tejido económico y empresarial para someter a una gran mayoría de la población al hacerla depender de subsidios como único medio para subsistir.
También se podría haber explorado la conocida como “estrategia coreana”, basada en el uso combinado de big data, nuevas tecnologías y políticas proactivas de muchos testeos entre la población para señalar a los contagiados con síntomas, aunque sean leves, y a las personas con las que habrían entrado en contacto para su aislamiento en sus casas o en hospitales, según sus condiciones de salud y el resultado del test.
En definitiva, un costo económico y social soportable que no hubiera generado efectos tan dramáticos y devastadores permitiendo aprender a convivir con este virus que al parecer ha venido para quedarse.



/>

Comentarios