Todo empezó cuando me tuvieron que poner las vacunas,
¿te acuerdas? Me aterrorizaban. Tenía sólo cuatro años. Pero tú me dijiste que
eran superpoderes y me dejaste poner el traje. El miedo se transformó en un
desafío. Y
cualquier dolor o espanto que pudiera suponer el pinchazo, aquel
día se convirtió en ilusión y deseo al pensar que me iban a inocular con una pócima
mágica que me haría indestructible. Y así aparecí en el hospital, vestido con
mi pequeño traje de Superman, correteando unos metros delante de ti, dando
graciosos saltitos para hacer ondear la diminuta capa roja y alzando mi puñito
derecho al horizonte. ¿Te acuerdas de aquello’? Retozaba por el suelo entre las
enfermeras, me subía a un asiento de plástico de la sala de espera y saltaba
cogido de tu mano, para volar un metro hasta aterrizar en el suelo con mis
botitas rojas y deslizarme de rodillas hasta que la fricción me frenaba. Y
volvías a levantarme de un tirón, eufórico por repetir. Cuando te cansabas y te
sentabas, te suplicaba, porfa, porfa, y rodeaba la butaca de asientos del
centro de la sala alargando mi manita derecha bien apretada y bufando una
lluvia de saliva para simular el sonido del viento, y rodeaba tu cuello con
ambos brazos poniéndome de puntillas y te susurraba al oído:
- Porfa mami, la ulti, la ulti - te engatusaba
mirando de reojo a los demás para que no me oyeran, de repente vergonzoso ante
la presencia de extraños.
- Agárrate fuerte. ¿Estás preparado?
- ¡¡Sí!! - te respondía ansioso y expectante.
Entonces cogías fuerte mis antebracitos entrecruzados y te levantabas del
asiento conmigo colgando de tu espalda, mientras mi aliento carcajeaba en tu
oreja y mis pies número 25 trastabillaban a tientas con el aire.
Cuando por fin anunciaron mi nombre y te levantaste
para acompañarme dentro de enfermería, te empujé con todas mis fuerzas
haciéndote recular hasta que te volví a sentar en tu asiento.
- Yo solo - te dije con una mirada desafiante,
tan desafiante como pueda ser la mirada desafiante de un niño de cuatro años -.
Soy Superman, ¿no lo sabes? - te convencí con una implacable lógica infantil,
mientras la enfermera, delante de la puerta y agenda en ristre, alzaba las
cejas y sonreía mirándote con gesto de complicidad para que acataras lo
inevitable. Tu hijo pequeño se había convertido en un superhéroe, y no había
vuelta atrás, los superhéroes siempre se enfrentan solos a las contingencias y
peligros, por imposibles que resulten.
- Estás hecho todo un hombre - me decía la
señorita de blanco mientras entreabría la puerta para que pasara.
- No soy un hombre. ¡Soy Superman! - le gritaba
mientras corría hacia dentro como un rayo, con la capa dando bandazos y
oscilando de arriba abajo.
Con los ojos bien cerrados y arrugando toda mi frente
para hacer de mi corazoncito palpitante una nuez bien dura y hueca, mostraba mi
corto brazo derecho, me remangaban la ceñida prenda azul y realizaban el típico
ritual para que no me diera cuenta.
- ¿Estás preparado? Voy a contar hasta cinco y
entonces te la pongo - me decía el practicante. Cuando llegaba a cinco ya me la
había puesto. Entretanto, yo seguía esperando el insoportable dolor de la aguja
con mi cara más fruncida y tensa que un higo seco. - Ya está machote - me
aliviaba el señor de verde mostrándome la palma de la mano para que se la
chocara con la mía, considerablemente más apocopada y tierna. Tras unos
segundos presionando el algodón empapado en alcohol, me abrieron la puerta y
salí disparado hacia donde me esperabas sentada. Te levantaste y te
acuclillaste para amortiguar mi salto de superhéroe hacia tus brazos. “¡Tengo
superpoderes mami!”, te grité triunfante y exultante de alegría, mientras
apenas me dejaban respirar tus sonoros besos. ¿Te acuerdas?
Al año siguiente tocaba una nueva ración de
superpoderes. ¿Recuerdas cómo me puse de contento cuando me despertarte para ir
al hospital? Y más cuando sabía que esa mañana no iba a ir al colegio. Un
superhéroe debe abandonar sus quehaceres cotidianos cuando se trata de recibir
mágicos elixires para acabar en el futuro con los malvados y hacer el bien entre
los débiles y necesitados. Nunca más serian vacunas, sino superpoderes.
- Hoy te van a inyectar un láser naranja para
matar bichos verdes extracorporales - me decías.
- ¡Sí! ¡Sí! ¿Y cuándo voy a poder agarrarme al
techo y las paredes como Spiderman, ¡mami!?
- Eso será el año que viene, cariño. Un
superhéroe no se hace de golpe - apaciguabas mi desaforado entusiasmo pasándome
la mano por la cabeza para acariciar mi inocente desconocimiento-. ¿Qué disfraz
te quieres poner? - me sondeabas de espaldas rebuscando en el armario.
- ¡Tonta, no es un disfraz! ¡Es un traje con
poderes! - te increpaba enfurecido revolviendo las sábanas con los pies.
- Es verdad hijo, qué despistada es tu madre.
- ¡El de Batman! ¡Soy Batman!
Sentados delante de la puerta de enfermería,
esperábamos nuestro turno mientras balanceaba los pies jovialmente, embutido
(cabeza incluida) dentro de mi traje elástico de Batman, con las orejitas
puntiagudas de murciélago descollando sobre mi cabeza. Ese día había otros
niños esperando junto a sus mamás. Algunos hacían pucheros, otros lloriqueaban
penosamente, y uno de ellos sollozaba enrabietado restregándose por el suelo y
queriéndose escapar de las manos de su madre, aumentando su llanto en varios
decibelios cuando salía algún niño lloroso y condolido con el brazo encogido.
Me levanté del asiento dando un saltito hacia el suelo, me acerqué a su asiento
con la capa zarandeándose de un lado para otro y, con una memorable
determinación y entereza (acaso desvergüenza o despecho), me planté ante él,
crucé los brazos bien erguido, y le miré altivamente a través del escueto
antifaz (después de recolocármelo para poder ver). “¿Es que no quieres ser un
superhéroe?”, le pregunté sin comprender su miedo.
¿Te acuerdas de aquello?
Luego, durante las comidas, insistías en que las
acelgas también tenían superpoderes, pero yo meneaba la cabeza horizontalmente
con el tenedor entre los labios, y te intentaba sacar del error con mucha
paciencia arguyendo que eran verdes como la kriptonita, y acabarían por mermar
mis capacidades.
Al cabo de unos meses, se confirmaron mis temores.
¿Viste como tenía razón? Todo empezó con una debilidad muscular y un hormigueo
en las extremidades, hasta que mis piernas se quedaron totalmente paralizadas.
Tampoco era capaz de sentir las sensaciones de calor, textura o dolor. El
hermano - ¿recuerdas lo fuerte que era? - fue quien me subió a horcajadas sobre
sus hombros para quitarle hierro al asunto y tomarlo como un juego. Estaba un
poco asustado. De camino al hospital, volaba sobre la cabeza del hermano con mi
endeble bracito luchando por mantener la horizontalidad. Me ingresaron en el
hospital durante una semana para hacerme pruebas. Te hice prometer que no
estaría obligado a comer acelgas, espinacas o judías nunca más, tan ricas en
kriptonita que acabarían por matarme. El malvado villano se llamaba
Guillain-Barré, según el mago de bata blanca, experto en pociones magistrales.
Tú estabas aterrada y tus ojos húmedos eran como presas de llanto no precipitado.
Me hiciste un traje de superhéroe a medida, con una V en el pecho y me quitaste
el pijama del hospital para ponérmelo. Fue entonces cuando me contaste mi
verdadera historia, mientras los médicos luchaban a contrarreloj con
inyecciones intravenosas de inmunoglobulina y me practicaban una plasmaféresis
sanguínea cada 8 horas. Yo en realidad no era Superman, ni Batman, ni
Spiderman. Era Súper V. Ya en la ecografía, me decías, se veía mi puñito
estirado, mientras planeaba en líquido amniótico, y sentías mis ansias de volar
cuando chocaba mi brazo tieso con tu barriga. En el parto, lo primero que asomé
fue mi puño cerrado, lo cual no facilitó el aterrizaje, por lo que los médicos
te advirtieron de que podían quedar severas secuelas. Pero cuando tenía unos
meses de vida y papá cogía en peso mi cuerpo redondo y seboso, todas mis
extremidades trompicaban torpemente, excepto mi corto y regordete brazo
derecho, rosado y blando, pero recto como un palo. No eran secuelas. Eran
poderes. ¿Recuerdas cuando me revelaste mi condición sobrehumana?
En la cama del hospital jugaba con Súper Epi (con el
pañuelo rojo que le cosiste al cuello como capa), quien se batía en una lucha
mortal con el escurridizo Gallain, que me imaginaba por los alrededores de la
habitación, pues su poder más singular era la invisibilidad. Cuando comencé a
doblegar al perverso Guillain, recuperé poco a poco la movilidad y, a las
primeras de cambio, comencé a corretear por las habitaciones. Yo era Súper V, y
por muchos villanos que intentaran detenerme, no conseguirían placar mi misión:
socorrer a los desvalidos.
Muchos de mis compañeros no tenían pelo. Para
identificarme con ellos (o para confraternizar y ser aceptado, pues un
verdadero superhéroe debe parecer cercano para que acepten tu ayuda), te dije
que quería ser igual que los demás, y me rapaste al cero con la maquinilla.
Súper V debía tener su propia personalidad, sus propias señas de identidad.
¿Recuerdas qué pinta? Calvo, enflaquecido por el tratamiento y todavía
convaleciente, me inmiscuía en las habitaciones del pasillo con mi traje
personalizado para hacer mi ritual de elegante osadía y desenfado ante los
pequeños entubados y enmascarillados, que me sonreían cuando giraban la cabeza
lánguidamente y me veían aparecer. Los médicos no daban crédito a mi asombrosa
mejoría. Ellos lo achacaban al efecto placebo, pero yo sé que fue mi condición
de superhéroe, porque un superhéroe siempre remonta sus crisis. Tú me lo
hiciste saber. Apenas me quedaron secuelas, y aquel contratiempo quedó en el olvido.
Pude dedicarme al humanitarismo desinteresado entre los discapacitados del
colegio, ayudándolos en situaciones adversas o luchando contra la
discriminación y la burla. Tú estabas orgullosa de Súper V. ¿Recuerdas cuando
te contaba mis hazañas en el cole?
Sin embargo, pese a mi afán de hacer el bien, no pude
salvar a papá (quién se dedicaba a detener a los malos y ayudar a los buenos,
como yo, y aunque con porra, moto y radio, sin superpoderes). Y aunque me
hubieran avisado del atraco en la joyería donde le dispararon, no me habrían
permitido salir en horario escolar. Tampoco pude auxiliar al hermano, pues por
mucho Súper V que sea, poco se puede hacer cuando no llevas el casco y sufres
una caída a 70 km/h. Hasta los superhéroes tienen sus limitaciones.
- ¡Pero hoy no te escaparás! He venido para
salvarte y llevarte volando por la ventana - te anuncio con voz estentórea,
mientras abro mi camisa arrancando todos los botones para descubrir la V de mi
nuevo traje. Tú te ríes a mandíbula batiente debajo de cables, tubos, y
mascarillas, hasta que comienzas a toser por la fatiga respiratoria. Cuando
recobras el aliento, me coges la mano y haces que me siente.
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