Súper Viviente


En estos días de estado de alarma y confinamiento casero, desde la Asociación Cultural "El coloquio de los perros" queremos aportar nuestro granito de arena al fomento de la cultura, de la lectura y escritura, y hacer más amenos estos momentos. Es por ello que vamos a tirar de archivo e ir publicando esas pequeñas joyas que son los relatos cortos y fotografías de nuestro concurso.
En esta ocasión, el relato es "Súper Viviente", del murciano Enrique Rubio Palazón, primer premio del V Concurso de Relato Corto, celebrado en 2007 bajo el tema "Superhéroes". La imagen que acompaña el texto, titulada "Los superhéroes olvidados", fue la ganadora del apartado de fotografía y es obra del alicantino Alberto Toledo Ros.

Súper Viviente

Todo empezó cuando me tuvieron que poner las vacunas, ¿te acuerdas? Me aterrorizaban. Tenía sólo cuatro años. Pero tú me dijiste que eran superpoderes y me dejaste poner el traje. El miedo se transformó en un desafío. Y cualquier dolor o espanto que pudiera suponer el pinchazo, aquel día se convirtió en ilusión y deseo al pensar que me iban a inocular con una pócima mágica que me haría indestructible. Y así aparecí en el hospital, vestido con mi pequeño traje de Superman, correteando unos metros delante de ti, dando graciosos saltitos para hacer ondear la diminuta capa roja y alzando mi puñito derecho al horizonte. ¿Te acuerdas de aquello’? Retozaba por el suelo entre las enfermeras, me subía a un asiento de plástico de la sala de espera y saltaba cogido de tu mano, para volar un metro hasta aterrizar en el suelo con mis botitas rojas y deslizarme de rodillas hasta que la fricción me frenaba. Y volvías a levantarme de un tirón, eufórico por repetir. Cuando te cansabas y te sentabas, te suplicaba, porfa, porfa, y rodeaba la butaca de asientos del centro de la sala alargando mi manita derecha bien apretada y bufando una lluvia de saliva para simular el sonido del viento, y rodeaba tu cuello con ambos brazos poniéndome de puntillas y te susurraba al oído:

-      Porfa mami, la ulti, la ulti - te engatusaba mirando de reojo a los demás para que no me oyeran, de repente vergonzoso ante la presencia de extraños.

-      Agárrate fuerte. ¿Estás preparado?

-    ¡¡Sí!! - te respondía ansioso y expectante. Entonces cogías fuerte mis antebracitos entrecruzados y te levantabas del asiento conmigo colgando de tu espalda, mientras mi aliento carcajeaba en tu oreja y mis pies número 25 trastabillaban a tientas con el aire.

Cuando por fin anunciaron mi nombre y te levantaste para acompañarme dentro de enfermería, te empujé con todas mis fuerzas haciéndote recular hasta que te volví a sentar en tu asiento.

-     Yo solo - te dije con una mirada desafiante, tan desafiante como pueda ser la mirada desafiante de un niño de cuatro años -. Soy Superman, ¿no lo sabes? - te convencí con una implacable lógica infantil, mientras la enfermera, delante de la puerta y agenda en ristre, alzaba las cejas y sonreía mirándote con gesto de complicidad para que acataras lo inevitable. Tu hijo pequeño se había convertido en un superhéroe, y no había vuelta atrás, los superhéroes siempre se enfrentan solos a las contingencias y peligros, por imposibles que resulten.

-      Estás hecho todo un hombre - me decía la señorita de blanco mientras entreabría la puerta para que pasara.

-      No soy un hombre. ¡Soy Superman! - le gritaba mientras corría hacia dentro como un rayo, con la capa dando bandazos y oscilando de arriba abajo.

Con los ojos bien cerrados y arrugando toda mi frente para hacer de mi corazoncito palpitante una nuez bien dura y hueca, mostraba mi corto brazo derecho, me remangaban la ceñida prenda azul y realizaban el típico ritual para que no me diera cuenta.

-   ¿Estás preparado? Voy a contar hasta cinco y entonces te la pongo - me decía el practicante. Cuando llegaba a cinco ya me la había puesto. Entretanto, yo seguía esperando el insoportable dolor de la aguja con mi cara más fruncida y tensa que un higo seco. - Ya está machote - me aliviaba el señor de verde mostrándome la palma de la mano para que se la chocara con la mía, considerablemente más apocopada y tierna. Tras unos segundos presionando el algodón empapado en alcohol, me abrieron la puerta y salí disparado hacia donde me esperabas sentada. Te levantaste y te acuclillaste para amortiguar mi salto de superhéroe hacia tus brazos. “¡Tengo superpoderes mami!”, te grité triunfante y exultante de alegría, mientras apenas me dejaban respirar tus sonoros besos. ¿Te acuerdas?

 

Al año siguiente tocaba una nueva ración de superpoderes. ¿Recuerdas cómo me puse de contento cuando me despertarte para ir al hospital? Y más cuando sabía que esa mañana no iba a ir al colegio. Un superhéroe debe abandonar sus quehaceres cotidianos cuando se trata de recibir mágicos elixires para acabar en el futuro con los malvados y hacer el bien entre los débiles y necesitados. Nunca más serian vacunas, sino superpoderes.

-      Hoy te van a inyectar un láser naranja para matar bichos verdes extracorporales - me decías.

-      ¡Sí! ¡Sí! ¿Y cuándo voy a poder agarrarme al techo y las paredes como Spiderman, ¡mami!?

-   Eso será el año que viene, cariño. Un superhéroe no se hace de golpe - apaciguabas mi desaforado entusiasmo pasándome la mano por la cabeza para acariciar mi inocente desconocimiento-. ¿Qué disfraz te quieres poner? - me sondeabas de espaldas rebuscando en el armario.

-      ¡Tonta, no es un disfraz! ¡Es un traje con poderes! - te increpaba enfurecido revolviendo las sábanas con los pies.

-      Es verdad hijo, qué despistada es tu madre.

-      ¡El de Batman! ¡Soy Batman!

Sentados delante de la puerta de enfermería, esperábamos nuestro turno mientras balanceaba los pies jovialmente, embutido (cabeza incluida) dentro de mi traje elástico de Batman, con las orejitas puntiagudas de murciélago descollando sobre mi cabeza. Ese día había otros niños esperando junto a sus mamás. Algunos hacían pucheros, otros lloriqueaban penosamente, y uno de ellos sollozaba enrabietado restregándose por el suelo y queriéndose escapar de las manos de su madre, aumentando su llanto en varios decibelios cuando salía algún niño lloroso y condolido con el brazo encogido. Me levanté del asiento dando un saltito hacia el suelo, me acerqué a su asiento con la capa zarandeándose de un lado para otro y, con una memorable determinación y entereza (acaso desvergüenza o despecho), me planté ante él, crucé los brazos bien erguido, y le miré altivamente a través del escueto antifaz (después de recolocármelo para poder ver). “¿Es que no quieres ser un superhéroe?”, le pregunté sin comprender su miedo.

¿Te acuerdas de aquello?

Luego, durante las comidas, insistías en que las acelgas también tenían superpoderes, pero yo meneaba la cabeza horizontalmente con el tenedor entre los labios, y te intentaba sacar del error con mucha paciencia arguyendo que eran verdes como la kriptonita, y acabarían por mermar mis capacidades.

Al cabo de unos meses, se confirmaron mis temores. ¿Viste como tenía razón? Todo empezó con una debilidad muscular y un hormigueo en las extremidades, hasta que mis piernas se quedaron totalmente paralizadas. Tampoco era capaz de sentir las sensaciones de calor, textura o dolor. El hermano - ¿recuerdas lo fuerte que era? - fue quien me subió a horcajadas sobre sus hombros para quitarle hierro al asunto y tomarlo como un juego. Estaba un poco asustado. De camino al hospital, volaba sobre la cabeza del hermano con mi endeble bracito luchando por mantener la horizontalidad. Me ingresaron en el hospital durante una semana para hacerme pruebas. Te hice prometer que no estaría obligado a comer acelgas, espinacas o judías nunca más, tan ricas en kriptonita que acabarían por matarme. El malvado villano se llamaba Guillain-Barré, según el mago de bata blanca, experto en pociones magistrales. Tú estabas aterrada y tus ojos húmedos eran como presas de llanto no precipitado. Me hiciste un traje de superhéroe a medida, con una V en el pecho y me quitaste el pijama del hospital para ponérmelo. Fue entonces cuando me contaste mi verdadera historia, mientras los médicos luchaban a contrarreloj con inyecciones intravenosas de inmunoglobulina y me practicaban una plasmaféresis sanguínea cada 8 horas. Yo en realidad no era Superman, ni Batman, ni Spiderman. Era Súper V. Ya en la ecografía, me decías, se veía mi puñito estirado, mientras planeaba en líquido amniótico, y sentías mis ansias de volar cuando chocaba mi brazo tieso con tu barriga. En el parto, lo primero que asomé fue mi puño cerrado, lo cual no facilitó el aterrizaje, por lo que los médicos te advirtieron de que podían quedar severas secuelas. Pero cuando tenía unos meses de vida y papá cogía en peso mi cuerpo redondo y seboso, todas mis extremidades trompicaban torpemente, excepto mi corto y regordete brazo derecho, rosado y blando, pero recto como un palo. No eran secuelas. Eran poderes. ¿Recuerdas cuando me revelaste mi condición sobrehumana?

En la cama del hospital jugaba con Súper Epi (con el pañuelo rojo que le cosiste al cuello como capa), quien se batía en una lucha mortal con el escurridizo Gallain, que me imaginaba por los alrededores de la habitación, pues su poder más singular era la invisibilidad. Cuando comencé a doblegar al perverso Guillain, recuperé poco a poco la movilidad y, a las primeras de cambio, comencé a corretear por las habitaciones. Yo era Súper V, y por muchos villanos que intentaran detenerme, no conseguirían placar mi misión: socorrer a los desvalidos.

Muchos de mis compañeros no tenían pelo. Para identificarme con ellos (o para confraternizar y ser aceptado, pues un verdadero superhéroe debe parecer cercano para que acepten tu ayuda), te dije que quería ser igual que los demás, y me rapaste al cero con la maquinilla. Súper V debía tener su propia personalidad, sus propias señas de identidad. ¿Recuerdas qué pinta? Calvo, enflaquecido por el tratamiento y todavía convaleciente, me inmiscuía en las habitaciones del pasillo con mi traje personalizado para hacer mi ritual de elegante osadía y desenfado ante los pequeños entubados y enmascarillados, que me sonreían cuando giraban la cabeza lánguidamente y me veían aparecer. Los médicos no daban crédito a mi asombrosa mejoría. Ellos lo achacaban al efecto placebo, pero yo sé que fue mi condición de superhéroe, porque un superhéroe siempre remonta sus crisis. Tú me lo hiciste saber. Apenas me quedaron secuelas, y aquel contratiempo quedó en el olvido. Pude dedicarme al humanitarismo desinteresado entre los discapacitados del colegio, ayudándolos en situaciones adversas o luchando contra la discriminación y la burla. Tú estabas orgullosa de Súper V. ¿Recuerdas cuando te contaba mis hazañas en el cole?

 

Sin embargo, pese a mi afán de hacer el bien, no pude salvar a papá (quién se dedicaba a detener a los malos y ayudar a los buenos, como yo, y aunque con porra, moto y radio, sin superpoderes). Y aunque me hubieran avisado del atraco en la joyería donde le dispararon, no me habrían permitido salir en horario escolar. Tampoco pude auxiliar al hermano, pues por mucho Súper V que sea, poco se puede hacer cuando no llevas el casco y sufres una caída a 70 km/h. Hasta los superhéroes tienen sus limitaciones.

-      ¡Pero hoy no te escaparás! He venido para salvarte y llevarte volando por la ventana - te anuncio con voz estentórea, mientras abro mi camisa arrancando todos los botones para descubrir la V de mi nuevo traje. Tú te ríes a mandíbula batiente debajo de cables, tubos, y mascarillas, hasta que comienzas a toser por la fatiga respiratoria. Cuando recobras el aliento, me coges la mano y haces que me siente.

Hijo, tú nunca fuiste un superhéroe, fuiste un superviviente. Fuiste Súper V - me reconfortas con una beatífica sonrisa, satisfecha por haber cumplido tu heroica misión de haber salvaguardado mi vida en la Tierra.

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