Música con ron de caña, por Antonio Luque Sánchez


Históricamente, la música también ha sido una forma de colonización. Con más o menos éxito, cada civilización que ha pretendido ocupar un territorio, ya sea físicamente en la antigüedad o comercialmente en la actualidad, ha tratado de imponer sus costumbres culturales. De esta manera, los invasores arrasan con las tradiciones locales, sustituyéndolas por el supuesto maná que llueve con la cultura ocupante. Ejemplos hay muchos, tantos como fórmulas de colonización, pero también a la inversa.
La música cubana se ha debatido durante décadas, al igual que sus habitantes, entre mantener su carácter autóctono con las corrientes que han ido llegando a la isla caribeña desde finales del siglo XV. El bloqueo comercial aplicado a Cuba también ha jugado un papel determinante en esta batalla cultural, generando un bando tradicional, receloso de los cantos de sirena exteriores, y otro receptivo a todo lo que ocurría más allá del Malecón. En este último posicionamiento, en pleno siglo XXI, encontramos un buen puñado de músicos que han logrado alcanzar ese complicado equilibrio que supone mezclar tradición y contemporaneidad.
Posiblemente el punto de inflexión fue la aparición del proyecto Buena Vista Social Club, rescatando a músicos de la talla de Ibrahim Ferrer, Cachaíto, Eliaes Ochoa, Omara Portuondo, Barbarito Torres, Pío Leyva o Compay Segundo, del anonimato internacional. Sus conciertos en el teatro Carré de Ámsterdam y en el Carnegie Hall de Nueva York, pusieron al gran público sobre la pista de la música cubana.
Mientras la isla del Caribe se debatía entre el jazz de épocas pasadas, el son, la troba o el rock, la globalización también fue calando a ritmo de rap y reguetón. La rapera Telmary Díaz, la cantante Danay Suárez, Anexey o Magia López, forman parte de la vanguardia musical cubana, junto a músicos con proyección internacional, como Roberto Fonseca. Todos ellos tienen como elemento común la influencia evidente de músicas más actuales, pero sin renunciar a la esencia cubana.
En esta línea, el proyecto Habana Cultura lleva más de una década apostando por dar visibilidad a todos estas iniciativas, nacidas de la necesidad cultural de los jóvenes cubanos. De todas ellas merece una mención especial la aportación a la escena cultural mundial del pianista cubano Roberto Fonseca. Hijo del percusionista Roberto Fonseca Durares y la bailarina del Tropicana de La Habana, Mercedes Cortés, a los 15 años ya conseguía el premio al mejor álbum de jazz de Cuba por su trabajo titulado “En el comienzo”, junto al genial saxofonista, clarinetista y flautista, Javier Zalba. Desde ahí hasta hoy, diez discos avalan su trayectoria. En ellos se mezclan el romanticismo de los boleros cubanos, con el rock, el son, la música clásica y la afrocubana. Porque no se trata de rechazar, sino de asimilar sin renunciar a los orígenes.
En plena madurez musical, el pianista sorprendió el pasado año con la publicación de su último trabajo titulado Yesún, en el que transita por el funk y el hip hop, sin abandonar del todo su territorio sonoro, acompañado por invitados de la categoría de Gema 4, Danay Suarez, Joe Lovano o Ibrahim Maalouf, entre otros. Es un disco en el que indaga sobre su cultura natal, viajando por los sonidos electrónicos, los teclados retro-modernos y la tradición oral. En él pone de manifiesto que la combinación cultural, mezcla de tradición y modernidad, no provoca rechazo, sino un escenario de posibilidades, para abrazarlo y evolucionar en la historia de la música, cuyo próximo capítulo está aún en fase de composición.

Comentarios