No hay camino: lo vasco (I), por Francisco García Gascó


Tarde gélida de un domingo de enero. Amistad entrañable. ¿Miramos algo para irnos juntos este verano? Y unas fotos airbenebenses nos cautivan. ¿Areatza? ¿Dónde puñetas queda eso? Soltamos veinte topicazos del Rovira protagonizando lo de esos apellidos vascos…y pasaron los meses. Tórrido calor. Era una manera de huir, pero se convirtió en un sueño de unas noches de verano.
Remontar la península para llegar de una tacada al País Vasco tiene su aquel. Si la excusa es el descanso, la vieja Castilla te obliga a una parada. Menú segoviano en agosto e intervención del 112 son casi sinónimos, pero lo superamos. Dormimos, que no cenamos, en Sepúlveda, viaje en el tiempo entre las Hoces del Duratón. De este periplo recomiendo La Postal, un vagón de tren que es restaurante con vistas de toda la ciudad segoviana.
Nuestra llegada al valle de Arratia, cuna que mece Areatza, fue plenamente andaluza: 35º, con una humedad propia de Málaga, nos hicieron preguntarnos si cometimos un error esa tarde de invierno.
Nos recibe Patxo, dueño de Minguri, “nuestro” caserío colgado de una cresta que mira al pueblo. Y desde ese momento, el genio vasco nos inunda. Fuerza, carisma, mirada profunda que encierra mil historias que narrar, canto, euskera, el esfuerzo de construir un sitio donde pasar el resto de su vida junto a.
Es la hospitalidad de un pueblo que lo da todo con franqueza, un pueblo orgulloso de su esencia y amante de la vida.
No damos crédito al día siguiente. Son quince los grados y las vistas, un decorado trufado de verdor con el Gorbea como vigilante. ¿A dónde fuimos? ¿Qué hicimos?
Hablar de Bilbao y su mapamundi en un artículo es perder el tiempo. Tres pinceladas: bollos de mantequilla en La Suiza, comida en Bikandi Etxea (menú del día insuperable) y paseo por lo nuevo y lo clásico. Es una ciudad que se reinventa a sí misma cada día.
San Sebastián creó el verdadero síndrome de Stendhal. Llega a doler de la hermosura que atesora. El monte Igueldo te da la altura de miras necesaria para contemplar esta postal. Recorremos La Concha, nos adentramos por la calle Mayor, Virgen del Coro al fondo, pintxos en Zeruko y comida en Mendaur Berria, éxtasis culinario en el casco viejo de Donosti.
Vitoria, menos son los que la nombran, siendo una de las ciudades con mayor calidad de vida del mundo. Fuimos, y deben de ir, en las fiestas de la Virgen Blanca. ¡¡¡Viva Celedón!!! Comida en El Siete, con un yogur eterno, producto de la marca navarra  Jeingenekoa.
Superada la triada capitolina, empieza la Euskal Herria más auténtica, o no, pero es la que nos conquistó. Tantas son las rutas, que hoy solo estaremos en una parte.
Primera: los ecos de la Igartiburu y “Juego de tronos” nos llevaron a San Juan de Gaztelugatxe, hoy un parque temático, mas siempre un lugar mágico, azotado por el Cantábrico. Paso y más pasos, escalones y más escalones. Resoplidos, toques de campana y a jalar a Bermeo. Sin duda, para mover el bigote, el restaurante Canon Etxea. Todas las vistas del puerto para nosotros y una comida inolvidable. De aquí a Mundaka, con una de las olas más surferas del mundo, el Parque de Urdaibai y Guernika. Esta última no es solo la memoria de Picasso hecha pintura, es una preciosa villa en el corazón de la tierra vasca.
Segunda: empiezo por el final. San Juan de Luz, ya en Francia, y Hondarribia, son testimonio indeleble de la vida de una abigarrada burguesía vasco-francesa. Sus playas, sus colores, sus pálpitos, son ecos de un tiempo perdido. Hace tanto que la elegancia vital es vergonzante y tenida por debilidad que respirar por sus calles ensancha los pulmones. Pero el destino es Zarautz. ¡Qué deleite de lugar! Playa de las playas. Surge el hambre. Comer en Telesforo es garantía de éxito, pero hoy reivindicamos lo conocido. Karlos Arguiñano, en su reducido comedor, da de comer por un más que aceptable precio, dada su fama. Y es una maravilla. Olé por sus croquetas o su postre de merengue y cerezas.
Tercero: hoy está cerrado el bosque pintado de Oma. Nada que unos andaluces montaraces y sin escrúpulos no puedan conseguir. Tras superar la valla, la obra de Ibarrola te inunda. Cansados nos vamos a comer a Lekeitio. El mesón Arropain es la mejor opción.
Y cada día, vuelta a Areatza. Pero nos queda la mitad del viaje y las noches de verano no han terminado.

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