Nacimiento y oportunidades, por Ofelia Ara

Me crucé una vez con un profesor que, además de tener una gran habilidad para desmotivar, con frecuencia despreciaba a los que sentía más débiles que él y hallaba placer en argumentar su desprecio, usando su gran capacidad lingüística, todo hay que decirlo, y su posición de “maestro”. Así, conocí de primera mano a un racista, entre otras cosas, y a una persona que creía ciegamente en las posibilidades personales de desarrollo, sin importar el país, lugar de nacimiento, familia, condición social y todo aquello que sabemos que nos separa de una vida más o menos digna. Venía a decir este señor que, centrándonos en España, el estado da las suficientes facilidades de estudio a los niños y jóvenes como para que no hubiera excusas para triunfar, es decir que, si uno no sale de su pobreza, es porque no quiere.
Quizá este discurso sea un tanto exagerado e infrecuente, pero oigo a menudo una queja sobre el mal reparto y el abuso de las ayudas que reciben algunas familias y, en concreto, las becas de estudio para los hijos, con el argumento de que es un dinero mal empleado por el magro resultado que se obtiene entre ciertos sectores sociales. Sorprende una visión tan corta sobre la situación de desigualdad que existe en nuestro país, que hace que las oportunidades, precisamente por su casi similitud en términos económicos, no sean tales, sino que son un pobre intento de desarrollo de aquellas familias más pobres. Una familia situada en la pobreza o en peligro de caer en ella, no tiene suficiente con que la educación para sus hijos sea gratuita y algo becada económicamente. Los niños están inmersos en una familia, amigos, barrio, con poca predisposición a la cultura y estudio en general. En esta situación se necesita una motivación mayor para empujar a esos niños al estudio, tener ingresos no solo de subvenciones directas, sino de un trabajo adecuado, que dé confianza y esperanza en que el futuro puede ser algo digno y mejor.
En este punto, siendo obvio para todos que la educación es esencial, el que sea universal y gratuita no quiere decir que sea igualitaria. Insisto en esto, en que los factores familiares y sociales influyen en el acceso a la educación. Si acudimos a informes estadísticos de Eurostat y de la organización Save the children, la probabilidad de repetición de curso si se nace en una familia pobre es seis veces mayor. Por tanto, hay que desarrollar la educación más allá del colegio, algo que se ha comprobado eficaz en aquellas poblaciones de otros países, poblaciones rurales, aisladas y muy pobres, donde la ayuda para la educación necesariamente pasa por ayudar a toda la familia. Y para que una educación sea realmente igualitaria, no se pueden tener colegios iguales en contextos desiguales. Si sabemos que el hijo de un directivo tiene un 70% más de probabilidades de acabar sus estudios frente al 30% de probabilidades del hijo de un obrero, ¿no es razonable que la dotación económica sea mayor para los colegios que tengan un mayor número de alumnos de familias desfavorecidas? Y yendo un paso más allá, ¿valoramos el coste que tiene para la sociedad una persona que es incapaz de aportar nada, aunque quiera, y solo puede consumir recursos?
El 17 julio del pasado año publicó el periódico “El País” un artículo sobre la percepción que tenemos de nuestras competencias según la posición social que ocupamos. Decía que ésta determina la confianza que tenemos en nuestras posibilidades y los riesgos que estamos dispuestos a asumir. Cuanto mayores son los recursos, más riesgos se asumen. Por contra, pensar en el futuro es difícil cuando no se tienen. Esta idea enlaza con la expuesta antes; cuanto peor es el punto de partida, más difícil es llegar al mismo sitio. Es como si, en una carrera de Fórmula Uno, a todos nos dieran un coche, pero solo unos cuantos supieran conducirlo. No podemos pretender llegar al mismo tiempo si partimos de la desigualdad y no podemos presumir de unas virtudes que nos han venido dadas por nacimiento, aun cuando apliquemos nuestro esfuerzo en conseguir una meta.
Hay dos hermosas películas de Isaki Lacuesta, “La leyenda del tiempo” y “Entre dos aguas”, una de ellas totalmente documental, en las que participan dos niños primero, que luego serán dos jóvenes en la segunda película, Isra y Cheíto, que sirven como doloroso ejemplo de lo que es la desigualdad real. Son dos niños gitanos cuya familia se debilita por la muerte del padre y que apenas tienen apoyo social, si acaso un profesor que intenta hacerlos adultos antes de tiempo, para que puedan defenderse y afrontar un duro futuro sin esperanza. Conmueve ver el aislamiento absoluto que tienen, no saben nada de otro mundo que no sea el suyo y ni siquiera votan pues no son objetivo electoral de ningún político. Y aun así eligen caminos distintos, uno, el más débil, el de la delincuencia, y el otro, el de ganarse la vida honradamente. Su vida es de una precariedad que abruma y hace desear que gente como ellos tengan una oportunidad justa, a su medida. Incluso si luego resulta fallida, merecerá siempre la pena intentarlo. En mi opinión, el grupo social que forma un país debe dar amparo a los suyos, a todos, exigiendo una colaboración común y limando la desconfianza entre los ciudadanos. Al menos, ese debería ser el objetivo, aun si los recursos son a veces escasos.

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