Cipión y Berganza: ¿todo resto arqueológico debe ser protegido?

El Coloquio de los perros es la Novela Ejemplar cervantina en la que aparecen Montilla y la Camachas, y da nombre a nuestra asociación. Sus protagonistas, dos canes, Cipión y Berganza, también pretenden serlo de nuestra revista. En cada número, a través de sus reflexiones y posturas en páginas centrales, uno a favor y otro en contra, iremos tratando temas de interés para nuestra sociedad. En esta ocasión, ladrando sobre si todo resto arqueológico debe ser protegido.

Cipión: Proteger el patrimonio histórico
¡Cuántos atropellos en nombre del progreso hemos soportado! Berganza, malas pulgas vengan a visitarte. Qué habilidad la tuya para sacarme de mis correas con tan vergonzante verborrea, que sólo te sirve para blanquear tus ganas desmedidas de arrasar con todo aquello que denote historia, legado, patrimonio, cultura…
Si hubieras dedicado más tiempo a la lectura, sabrías que Octavio Paz dejó escrito que “la arquitectura es el testigo menos sobornable de la historia”. Tranquilo, te lo traduzco: eso que llamas tú ruinas y piedras (así, con desprecio) son los mejores vestigios de nuestro pasado, observadores infalibles de la riqueza de una sociedad y jueces implacables del respeto que un pueblo profesa a sus antecesores.
No se trata de pregonar por los cuatro costados aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor” para conservar todo sin más, cerrando la puerta a cualquier evolución, pero tienes que reconocerme la sapiencia de las gentes que habitaron nuestros pueblos mucho antes que nosotros, su buen criterio para organizar la vida en los espacios urbanos, su buen gusto a la hora de diseñar las ciudades. Verdaderas obras de ingeniería en muchos casos, que siglos después descubrimos –excavaciones arqueológicas dios mediante—, para quedarnos con la boca abierta.
Me acusas de ser un exagerado. Si hablo de las pirámides egipcias o la Mezquita cordobesa, admito que este debate que nos traemos hoy entre nuestros hocicos se distorsiona. Pero vayamos de lo grande a lo pequeño con los mismos argumentos. Y hablemos, claro que sí –para ti los complejos, colega— de los Arcos de la Puerta de Aguilar: ni eran una construcción milenaria ni una obra de ingeniera, pero el pueblo los hizo suyos. Y no hay escritura de propiedad mayor que esa: que tu pueblo te quiera. Y por eso se lamentó su derribo, como casi quinientos años antes se añoraba el derruido Castillo del Gran Capitán.
Como civilización somos así de estúpidos. Primero desmontamos algo que siglos después pretendemos recuperar como ruta turística. Qué simpleza la de estos humanos de la que tú, chucho majareta, pareces contagiado. Y como no somos capaces de defendernos de nosotros mismos, tendremos que inventar leyes –a ver si así aprendemos a controlarnos— lo suficientemente estrictas que nos ayuden a respetar el patrimonio histórico, que dicho sea de paso no nos pertenece a nosotros, sino a nuestros hijos. Siempre hay una alternativa, que no se te olvide, antes de arrasar y construir por encima.
Ese es el camino. Educación, conocimiento para aprender a querer nuestro patrimonio y, para quien se empecine en ser un bárbaro, legislación. Las políticas públicas se deben articular en este ámbito como garantes de la conservación, de la defensa, de una herencia más valiosa que todo ese desarrollismo de caminos inescrutables por los que te afanas en conducirnos. Practicar el negacionismo frente al patrimonio histórico te pone ante el mismo espejo de quienes desertan del cambio climático. Y si no, que se lo pregunten a los amigos del Parador, la Tercia o el Palacio de Medinaceli.
De modo que patalea y ladra cuanto quieras. No hay nada más moderno que abrazar la historia. Cuidarla, aprender de ella. Amoldar nuestro presente a las huellas de quienes fueron antes que nosotros, integrarlas en la estructura colectiva que ideamos para el futuro. Siéntate, Berganza, recupera el aliento y la cordura. Que para ruina nuestra la de tus ladríos insolentes.
Berganza: Todo resto histórico no es protegible
Querido Cipión, con todas tus cuatro patas y no llegas a dos dedos de frente… Siempre supe que no entiendes de argumentos cuando se trata de defender lo histórico. Yo mismo soy un fiel defensor del Patrimonio, con mayúscula, y de la necesidad de que los poderes públicos defiendan lo que es de todos. Pero no todo resto es merecedor de intervención. Y, lo que es más interesante: ¿qué debemos entender por “histórico”?
Tú, que provienes de una escuela donde te enseñaron aquello de poner en valor el Patrimonio Histórico, todavía no sabes distinguir entre conservación e invención; entre revalorización y dar a cualquier banalidad la importancia que nunca tuvo. Ten cuidado, que lo mismo la piedra que llevas entre los dientes es un resquicio del Arco de San Lorenzo. O peor aún, de tus añorados Arcos de la Puerta de Aguilar…
¡Claro que debemos proteger el Patrimonio! ¡Por supuesto que hay que proteger nuestra Historia! Pero elevar esta máxima a un nivel superior puede llevarnos al absurdo de creer histórica cualquier obra de hace dos días. ¿Dónde ponemos el límite, entonces? ¿Cuál es la fecha a partir de la cual podemos definir un elemento como “histórico? No se puede cuantificar la historia, en eso me darás la razón.
Por otra parte, ¿cómo medimos la importancia, la belleza, la repercusión de un determinado conjunto monumental o un edificio? ¿Cuánto dinero debemos invertir en determinar esta importancia, sobre todo en intervenciones arqueológicas? Tratar de intervenir sobre cualquier resto o ruina puede hacernos perder mucho tiempo, esfuerzo y dinero públicos. A ti eso te da igual, como lo paga papá Estado…
No, debemos poner unos criterios. Solo debe intervenirse en aquellos supuestos en los que el retorno económico y social de la recuperación y puesta en valor supere su inversión. Tú te echarás las manos a la cabeza, pérfido cánido, pero yo seguiré rebatiéndote el porqué de utilizar argumentos mercantilistas en conceptos tan ajenos a ellos como la cultura y el Patrimonio.
Porque, amigo ladrador, ¿debemos impedir una operación urbanística que dará trabajo y bienestar a cientos o miles de personas para estudiar las piedras que han aparecido en las primeras excavaciones? Es más, ¿somos capaces de intervenir y poner en valor esas piedras, o verán crecer la hierba alrededor mientras cientos o miles de personas tuvieron que cambiar de proyecto de vida? ¿Cómo comparamos el posible beneficio de ese legado cultural frente a la pérdida medida en nivel de desarrollo? Ya sabes mi opinión, Cipión: si no lo tienes claro y no dispones de recursos suficientes, mejor dejarlo bajo tierra… Ya lo descubrirán otros en el futuro.
¿Y el progreso social, económico, urbano? Quizá haya que impedir la supresión de barreras arqueológicas de los cascos históricos, porque rebajar una acera puede suponer la pérdida de un adoquín del dieciocho. Quizá, quedándome en Montilla, debimos impedir el derribo de tus queridos Arcos, incluso a costa de aislar el centro del pueblo de la prosperidad que le dio el paso de grandes vehículos. Quizá debemos sacrificar los fondos europeos, las partidas autonómicas, cualquier posible inversión de futuro, y destinar cada céntimo del Presupuesto a levantar las calles en busca de un testimonio de vidas pasadas. Quizá, en el fondo, sepas que llevo razón en todo esto…
El problema tuyo, amigo Cipión, es que a ti te gusta mucho ladrar cuando hay posibilidad de polémica; y, en cuestión de historia, ruinas e intervención política, la polémica está servida. Si serías capaz hasta de levantar otra vez la Corredera para buscar restos de alguna mezquita…


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