La vida, a veces, nos manda circunstancias que nos ponen del revés. Ella ya tiene preparados sus propios designios. Como no te lo esperas, no sabes cómo narices vas a sobrellevar eso. Entonces te bloqueas, llega la ansiedad de golpe y porrazo. El no saber qué hacer. La incertidumbre, el desamparo... el anhelo.
Y son cosas que tenemos que vivir, tenemos que superar, tenemos que vencer. Tenemos que poner a prueba nuestra resiliencia. Pero el camino no siempre resulta tan fácil.
Hace algunos años, cuando era más joven, una vuelta de tuerca hizo que perdiera el norte, el sur, el este y el oeste. ¡Todos los sentidos! Se encontraba perdida, aislada, desamparada y triste. Un mal día detrás de otro y, al mes, treinta. Otro día y otro y no reventaba. Tantas acumulaciones juntas que no sabían por dónde salir. Llegaba la falta de aliento, de fuerza, la cabeza contra el suelo, la mano en el estómago, el dolor profundo y el llanto incesante que grita desde lo más profundo y deja en evidencia toda tu fortaleza.
Al final aprendió que llorar no es la pena, la pena es no poder hacerlo.
Y que la ansiedad es un monstruo que puedes descodificar, pero hay que tener algunas herramientas.
Entonces decidió que debía tener un lugar propio. Un espacio mental hecho a medida donde poder volar con la imaginación cuando los pájaros negros iban a picotearle las entrañas. LA ISLA.
Cerraba los ojos e imaginaba el sonido de las olas rompiendo con calma en la orilla. Mientras tanto, una fina arena blanca jugaba entre los dedos de sus pies. El sol secaba de su espalda las gotas que se habían adherido tras sumergirse en aquel agua cristalina, color turquesa. Miraba al horizonte y un cielo claro se fundía con el mar. La brisa mecía las hojas de enormes palmeras y un chico amable le ofrecía una piña colada a la par que le daba la bienvenida. O ¡a saber! Pero estaba muy rico. Las dos cosas.
En aquella playa paradisíaca había un chiringuito de día. Estaba hecho de madera o cañas de bambú (según le apeteciera, en su imaginación podía poner lo que quisiera). Y servían todas las bebidas en recipientes de frutas. Nunca vasos de plástico. Todos estaban ricos y daba igual cuántos bebiera o si tenían o no tenían alcohol. Por la noche, algunas personas tocaban tambores, charlaban alrededor de una hoguera, comían cosas a la brasa, saltaban el fuego y quemaban papeles llenos de miedos y malos rollos cuando los tenían que quemar. “¡Al Infierno los demonios! ¡Allí es donde tienen que estar!” Esa era la oración.
El chico se llamaba Rober. Era moreno, de piel tostada, ojos oscuros y pelo despeinado. Casi siempre iba descalzo y vestía con un bañador largo color granate. Era el que le ayudaba a mirar las cosas con objetividad y trazar los diferentes caminos para llegar hasta donde tenía que llegar. Una visión diferente. Siempre tranquilo, siempre con esa sonrisa en la boca, esos colmillos salientes que daban un toque de gracia a aquellos labios de terciopelo rojo.
La isla también escondía varios tesoros: una cueva llena de espejos, donde iban a mirar las cosas desde otra perspectiva; una montaña gigantesca, también con el mismo fin; y un jardín de la alegría donde estaba prohibido ponerse triste. El precio de entrada eran dos carcajadas y media. El medio de transporte eran los pies o, tal vez, el vuelo. Allí cualquiera se movía como le daba la gana. Por algunas carreteras conducían una R6; con el culo en pompa y la adrenalina galopante les devolvía la vida. Como la B12, esencial para el cerebro. Para descansar, había creado una cabaña de madera, con una cama grande, de sábanas blancas y muchos cojines. Tenía todo lo que podía imaginar. Al fin y al cabo, era suya.
Así era La Isla: salvaje, natural, tranquila... y siempre, siempre, SIEMPRE. curativa. Le ayudaba a sacar cosas en claro, a organizar ideas, a no machacarse con malos pensamientos... Al principio iba muy a menudo. Pero sabía perfectamente que no era un lugar para quedarse. De vez en cuando va a visitar a Rober y sus “posibles” soluciones. Sonríe acordándose del sol que bailaba por su espalda. Y agradece haber podido vencer tantas batallas. Pero no, La Isla no es para siempre. A veces hay otras personas que necesitan estar ahí. Nosotros tenemos que aprender y no depender siempre de los mismos recursos. Hay luchas que debemos combatir solos.
Aunque ella (La Isla) siempre va a estar ahí, y Rober, y sus piñas coladas, sus dos carcajadas y media, sus colmillos salientes, sus labios de terciopelo rojo...
Piénsalo ahora tú: Si pudieras crear un lugar en tu mente para escapar de los pájaros negros ¿A dónde viajarías?
Y son cosas que tenemos que vivir, tenemos que superar, tenemos que vencer. Tenemos que poner a prueba nuestra resiliencia. Pero el camino no siempre resulta tan fácil.
Hace algunos años, cuando era más joven, una vuelta de tuerca hizo que perdiera el norte, el sur, el este y el oeste. ¡Todos los sentidos! Se encontraba perdida, aislada, desamparada y triste. Un mal día detrás de otro y, al mes, treinta. Otro día y otro y no reventaba. Tantas acumulaciones juntas que no sabían por dónde salir. Llegaba la falta de aliento, de fuerza, la cabeza contra el suelo, la mano en el estómago, el dolor profundo y el llanto incesante que grita desde lo más profundo y deja en evidencia toda tu fortaleza.
Al final aprendió que llorar no es la pena, la pena es no poder hacerlo.
Y que la ansiedad es un monstruo que puedes descodificar, pero hay que tener algunas herramientas.
Entonces decidió que debía tener un lugar propio. Un espacio mental hecho a medida donde poder volar con la imaginación cuando los pájaros negros iban a picotearle las entrañas. LA ISLA.
Cerraba los ojos e imaginaba el sonido de las olas rompiendo con calma en la orilla. Mientras tanto, una fina arena blanca jugaba entre los dedos de sus pies. El sol secaba de su espalda las gotas que se habían adherido tras sumergirse en aquel agua cristalina, color turquesa. Miraba al horizonte y un cielo claro se fundía con el mar. La brisa mecía las hojas de enormes palmeras y un chico amable le ofrecía una piña colada a la par que le daba la bienvenida. O ¡a saber! Pero estaba muy rico. Las dos cosas.
En aquella playa paradisíaca había un chiringuito de día. Estaba hecho de madera o cañas de bambú (según le apeteciera, en su imaginación podía poner lo que quisiera). Y servían todas las bebidas en recipientes de frutas. Nunca vasos de plástico. Todos estaban ricos y daba igual cuántos bebiera o si tenían o no tenían alcohol. Por la noche, algunas personas tocaban tambores, charlaban alrededor de una hoguera, comían cosas a la brasa, saltaban el fuego y quemaban papeles llenos de miedos y malos rollos cuando los tenían que quemar. “¡Al Infierno los demonios! ¡Allí es donde tienen que estar!” Esa era la oración.
El chico se llamaba Rober. Era moreno, de piel tostada, ojos oscuros y pelo despeinado. Casi siempre iba descalzo y vestía con un bañador largo color granate. Era el que le ayudaba a mirar las cosas con objetividad y trazar los diferentes caminos para llegar hasta donde tenía que llegar. Una visión diferente. Siempre tranquilo, siempre con esa sonrisa en la boca, esos colmillos salientes que daban un toque de gracia a aquellos labios de terciopelo rojo.
La isla también escondía varios tesoros: una cueva llena de espejos, donde iban a mirar las cosas desde otra perspectiva; una montaña gigantesca, también con el mismo fin; y un jardín de la alegría donde estaba prohibido ponerse triste. El precio de entrada eran dos carcajadas y media. El medio de transporte eran los pies o, tal vez, el vuelo. Allí cualquiera se movía como le daba la gana. Por algunas carreteras conducían una R6; con el culo en pompa y la adrenalina galopante les devolvía la vida. Como la B12, esencial para el cerebro. Para descansar, había creado una cabaña de madera, con una cama grande, de sábanas blancas y muchos cojines. Tenía todo lo que podía imaginar. Al fin y al cabo, era suya.
Así era La Isla: salvaje, natural, tranquila... y siempre, siempre, SIEMPRE. curativa. Le ayudaba a sacar cosas en claro, a organizar ideas, a no machacarse con malos pensamientos... Al principio iba muy a menudo. Pero sabía perfectamente que no era un lugar para quedarse. De vez en cuando va a visitar a Rober y sus “posibles” soluciones. Sonríe acordándose del sol que bailaba por su espalda. Y agradece haber podido vencer tantas batallas. Pero no, La Isla no es para siempre. A veces hay otras personas que necesitan estar ahí. Nosotros tenemos que aprender y no depender siempre de los mismos recursos. Hay luchas que debemos combatir solos.
Aunque ella (La Isla) siempre va a estar ahí, y Rober, y sus piñas coladas, sus dos carcajadas y media, sus colmillos salientes, sus labios de terciopelo rojo...
Piénsalo ahora tú: Si pudieras crear un lugar en tu mente para escapar de los pájaros negros ¿A dónde viajarías?
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