¡Cuán acertado estaba Don Jorge Manrique en la elegía que dedicaba a su fenecido padre! ¡Cuán iguales son los ríos caudales, medianos y chicos cuando dan a la mar que es el morir! ¡Cómo la muerte equilibra a ricos y pobres, a poderosos y vasallos! A todos les une, además, el miedo a la misma y el deseo de inmortalidad.
En mis hechicerías, han sido muchos los embrujos o brebajes que he preparado para prolongar la vida, encontrar la eterna juventud o evitar a la parca. Patrañas para incautos; de algo hay que comer, aunque sea de la estupidez humana. Nunca funcionaron.
Otros, más avispados, prefieren buscar una inmortalidad menos física y corpórea, la del recuerdo. Si no eres olvidado, si siguen hablando de ti y permaneces presente a través de las generaciones, se puede decir, en parte, que no has muerto por completo.
¡Quién me iba a decir que aquel comisario real de abastos engolado que conocí mientras recaudaba provisiones para la Armada Invencible alcanzaría la inmortalidad gracias a una pluma, un papel y la enjuta figura de un hidalgo caballero de lanza en astillero y rocín flaco! Como él, tantos que siguen vivos gracias a sus obras y trabajos, sin apenas proponerse para esa eternidad otra cosa que hacer, de la mejor forma posible, aquello que les placía.
No me malinterpretes, lector insensato; no pretendo enaltecerlos. Si no hicieron más por lograr esa inmortalidad fue, simplemente, porque no pudieron. El ego humano es enorme y nunca queda satisfecho, y mientras más poderosa y rica se vuelve la persona, mayor es su egolatría y su afán por mostrarla al resto de los mortales y así diferenciarse de ellos; de hacer ver que su rio no termina en la misma mar. ¡Ilusos!
Tan grandes se ven en vida que más temen a la muerte equilibradora, y construyen mausoleos, pirámides, estatuas, santuarios, templos megalómanos a mayor gloria de su nombre. Sin escatimar en esquilmar recursos y esclavizar gente para ello. Lo que haga falta, cuanto sea necesario, todo es poco para saciar su sed de inmortalidad ególatra en directa proporción a su despotismo.
Y las pobres gentes, incultas, ignorantes, estupefactas ante semejante grandiosidad, siglo tras siglo, han idolatrado y ensalzado a sus opresores, empequeñecidos por la construcción megalómana, contribuyendo a conseguir esa soñada inmortalidad. ¡Cuán nefasta es la incultura!
Hasta que llegaron los ilustrados con su pretensión de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía con el conocimiento humano para construir así un mundo mejor. Las sociedades, poco a poco, decidieron decidir por su cuenta e inmortalizar a quienes consideraron que las habían ayudado a mejorar y hacerse más grandes. No más egolatría megalómana; el triunfo de la razón… Risas. ¡Hay tanto idiota ahí fuera!
Porque si el ego humano es enorme e insaciable, la estupidez es infinita; no importa cuán cultos seamos y formados estemos. Sirvan de ejemplo el siglo XX y sus múltiples dictadorzuelos, a cuál más pagado de sí mismo, idólatras de su propia imagen que no dudaron en repartir por calles, plazas y edificios impregnados en la sangre de millones de víctimas de su ansia de poder inmortal. Una inmortalidad más efímera esta vez; cayeron las estatuas, retratos o mausoleos de muchos de ellos. Apenas alguno mantiene el recuerdo que mandó construir; bien porque sus herederos aún conservan el poder, bien porque mover su tumba sería la supuesta profanación de un lugar y una ignominiosa memoria erigidas sobre la sangre y el sufrimiento de miles de sus víctimas.
Pase lo que pase en esta España que tan poco se diferencia de aquella cervantina en la que viví, yo, Leonor Rodríguez “La Camacha”, bruja y hechicera, tengo una cosa clara: no hay recuerdo que el tiempo no le ponga fin. Así que, como dijera aquel sefardí de las Américas, Woody Allen de nombre, cómico de la legua de profesión: “No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi obra, sino simplemente no muriendo”.
En mis hechicerías, han sido muchos los embrujos o brebajes que he preparado para prolongar la vida, encontrar la eterna juventud o evitar a la parca. Patrañas para incautos; de algo hay que comer, aunque sea de la estupidez humana. Nunca funcionaron.
Otros, más avispados, prefieren buscar una inmortalidad menos física y corpórea, la del recuerdo. Si no eres olvidado, si siguen hablando de ti y permaneces presente a través de las generaciones, se puede decir, en parte, que no has muerto por completo.
¡Quién me iba a decir que aquel comisario real de abastos engolado que conocí mientras recaudaba provisiones para la Armada Invencible alcanzaría la inmortalidad gracias a una pluma, un papel y la enjuta figura de un hidalgo caballero de lanza en astillero y rocín flaco! Como él, tantos que siguen vivos gracias a sus obras y trabajos, sin apenas proponerse para esa eternidad otra cosa que hacer, de la mejor forma posible, aquello que les placía.
No me malinterpretes, lector insensato; no pretendo enaltecerlos. Si no hicieron más por lograr esa inmortalidad fue, simplemente, porque no pudieron. El ego humano es enorme y nunca queda satisfecho, y mientras más poderosa y rica se vuelve la persona, mayor es su egolatría y su afán por mostrarla al resto de los mortales y así diferenciarse de ellos; de hacer ver que su rio no termina en la misma mar. ¡Ilusos!
Tan grandes se ven en vida que más temen a la muerte equilibradora, y construyen mausoleos, pirámides, estatuas, santuarios, templos megalómanos a mayor gloria de su nombre. Sin escatimar en esquilmar recursos y esclavizar gente para ello. Lo que haga falta, cuanto sea necesario, todo es poco para saciar su sed de inmortalidad ególatra en directa proporción a su despotismo.
Y las pobres gentes, incultas, ignorantes, estupefactas ante semejante grandiosidad, siglo tras siglo, han idolatrado y ensalzado a sus opresores, empequeñecidos por la construcción megalómana, contribuyendo a conseguir esa soñada inmortalidad. ¡Cuán nefasta es la incultura!
Hasta que llegaron los ilustrados con su pretensión de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía con el conocimiento humano para construir así un mundo mejor. Las sociedades, poco a poco, decidieron decidir por su cuenta e inmortalizar a quienes consideraron que las habían ayudado a mejorar y hacerse más grandes. No más egolatría megalómana; el triunfo de la razón… Risas. ¡Hay tanto idiota ahí fuera!
Porque si el ego humano es enorme e insaciable, la estupidez es infinita; no importa cuán cultos seamos y formados estemos. Sirvan de ejemplo el siglo XX y sus múltiples dictadorzuelos, a cuál más pagado de sí mismo, idólatras de su propia imagen que no dudaron en repartir por calles, plazas y edificios impregnados en la sangre de millones de víctimas de su ansia de poder inmortal. Una inmortalidad más efímera esta vez; cayeron las estatuas, retratos o mausoleos de muchos de ellos. Apenas alguno mantiene el recuerdo que mandó construir; bien porque sus herederos aún conservan el poder, bien porque mover su tumba sería la supuesta profanación de un lugar y una ignominiosa memoria erigidas sobre la sangre y el sufrimiento de miles de sus víctimas.
Pase lo que pase en esta España que tan poco se diferencia de aquella cervantina en la que viví, yo, Leonor Rodríguez “La Camacha”, bruja y hechicera, tengo una cosa clara: no hay recuerdo que el tiempo no le ponga fin. Así que, como dijera aquel sefardí de las Américas, Woody Allen de nombre, cómico de la legua de profesión: “No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi obra, sino simplemente no muriendo”.
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