Breve ensayo sobre la ansiedad, por Juan Antonio Prieto Velasco

Un miedo infundado, una sensación de asfixia, de angustia desmedida y desconsolada; el pánico a que alguna desgracia se cierna sobre uno; un corazón que se desboca y late apresuradamente; una parálisis que impide el razonamiento y la correcta interpretación de los acontecimientos que se producen alrededor; el insomnio, la ira y el terror. Todo junto.
Una vida plena, sin sobresaltos; una estabilidad laboral y emocional que nada parece poder quebrar y, de repente, algo desencadena una reacción instintiva y desmesurada, algo que puede ser de una extremada importancia vital o una absoluta nimiedad, percibida como una grave amenaza para la fragilidad de la existencia. Un falso instinto de supervivencia que provoca vértigo ante lo que está por venir, que negativiza todo lo que ocurre en derredor; no es posible encontrar la salida de ese pasadizo oscuro, lóbrego y húmedo donde no existe la luz, donde el frío cala hasta los huesos y la noche se presiente eterna. Es sobrecogedora la impotencia de no poder lidiar con una situación que es increíblemente real y a la que, hasta el momento, uno se creía capaz de sobreponerse.
En un estado de permanente desasosiego, se hace lo posible por reflexionar razonadamente sobre qué causa tamaña inquietud, pero o no hay razón aparente o todo nos turba: una sutil alteración de la rutina anímica, de la tranquilizadora cotidianeidad, por insignificante que se muestre, puede transmutar el yo hasta el punto de convertirlo en el de una persona diferente que se presenta desconocida para sí y para los que creían conocerla.
La sensación de infelicidad es reflejo de un egocentrismo exacerbado en torno al cual giran en órbitas concéntricas el miedo, la pesadumbre, la inquietud, la incertidumbre… en cuyo centro ilusamente se vislumbra el yo, aun sin darnos cuenta de que, en realidad, no hay yo, sino nosotros.
Pero el equilibrio se recobra cuando se atisba una luz que devuelve la capacidad crítica, cuando la fe encandila una mente apagada que despierta después de un letargo; entonces, tiene lugar el regreso al yo, se comienza a llenar de nuevo de emociones, esperanzas y anhelos la caja que vació el pavoroso abandono del yo. La vida se arropa de la de los demás, ríes con la risa de otros, lloras con el llanto de otros y te preocupas por las preocupaciones ajenas—tan reales como las tuyas— para así aprender a reír, llorar y preocuparse por uno mismo, aprender a ser yo y no querer vivir por otros, sino por ti con nosotros.

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