La venganza es un plato que se sirve frío, dice el refrán; a veces una jarra de pinta, añadiría yo.
Hace ya más de veinte años, que apenas son nada según Gardel, en los agostos de mis 17 y 18 primaveras, una beca para mejorar mi nivel en la lengua de Shakespeare me llevó hasta Bournemouth, una insulsa localidad de tamaño medio a orillas del Canal de la Mancha en la tranquila Dorset sin apenas historia ni tradición (fue fundada en 1810), que tan solo se podría destacar por sus kilométricas playas de fina, suave y amarilla arena que bañan un mar de aguas frías como el hielo.
Horas de interminable viaje hasta Madrid en aquellos trenes Rápidos y Expresos que paraban en cualquier apeadero; espera insufrible en Barajas para coger un vuelo que te llevara a Londres; y desde allí, algunos cientos de kilómetros de autobús hasta Bournemouth. Así fui y volví en ambas ocasiones.
A la llegada al College, una sonriente familia de sonrosados ingleses esperándome para acogerme en su hogar en una calle de casas adosadas indistinguibles a cambio de una gratificación económica para mi mantenimiento, parte de la cual acabaría en algún apartamento de la Costa del Sol a costa de una dieta de más y unos kilos de menos para mí.
En el tiempo libre, libras en metálico gastadas con el detalle milimétrico de la paga de un adolescente: Burger King, McDonalds y similares, y algún intento infructuoso de obtener una pinta en un pub.
Casi treinta años después, apenas una hora de coche hasta el aeropuerto de Málaga, vuelo de Ryanair directo a Bournemouth e incluso llego a tiempo de desayunar en una cafetería junto al McDonalds de mis años mozos. Justo al lado, en pleno centro comercial de la localidad, el apartamento alquilado por AirBNB, sin sonrosados y sonrientes ingleses dentro.
Sin dejarme llevar por la nostalgia, encamino mis pasos hacia la playa: un banco en el parque, un rincón junto a un arroyo, un semáforo en una calle, el muelle que se adentra en el mar… detalles olvidados hace años que de repente comienzan a aflorar en mi memoria. Aún me queda enfrentarla al antiguo College y a los viejos pubs.
La ciudad que conocí ha cambiado poco en todo este tiempo. Tiene un aeropuerto internacional, lo menos que dan por esa denominación, eso sí, y un equipo de fútbol en la Premier. Probablemente yo haya cambiado más y, espero, a mejor como los buenos vinos.
En el College, el mismo de entonces, más choque de recuerdos y una clara diferencia en el trato con los profesores. Cuando descubren como alumno a un señor maduro aficionado a las buenas pintas y a conocer la historia y las costumbres locales no tardan en recomendar pubs clásicos y localidades vecinas que visitar. Y yo, obviamente, no les iba a hacer un desplante: Winchester, capital del antiguo reino de Wessex, hogar del rey Alfredo el Grande (el de la serie Vikingos), con su imponente catedral y el Great Hall con la supuesta Tabla Redonda del rey Arturo; Poole y su antiguo puerto de contrabandistas y piratas; y Bath, con su abadía medieval, sus espectaculares y maravillosamente conservadas termas romanas y las vistas desde el río Avon. Eso, que no es poco, es lo que me dio tiempo a recorrer en una semana intensiva de inglés y recuerdos. Lugares que también visité de adolescente, además de otros como Weymouth, Salisbury, Stonehenge, Londres o los acantilados de la costa del Canal. Pero ahora, a diferencia de entonces, mi visita, amén de cultural, ha sido cervecero-gastronómica, buscando los pubs y ale-houses tradicionales en cada sitio al que fui. Por mencionar alguno, si es que algún lector pisa Bournemouth, The goat and tricycle.
Esta vez, a mi vuelta a casa, desde el aeropuerto de Bournemouth al restaurante Las Camachas con un solo transbordo, sorpresa agradable por mi nivel de inglés, alguna dieta de menos y algún kilo de más. Venganza consumada, servida en jarra de pinta fría.
Hace ya más de veinte años, que apenas son nada según Gardel, en los agostos de mis 17 y 18 primaveras, una beca para mejorar mi nivel en la lengua de Shakespeare me llevó hasta Bournemouth, una insulsa localidad de tamaño medio a orillas del Canal de la Mancha en la tranquila Dorset sin apenas historia ni tradición (fue fundada en 1810), que tan solo se podría destacar por sus kilométricas playas de fina, suave y amarilla arena que bañan un mar de aguas frías como el hielo.
Horas de interminable viaje hasta Madrid en aquellos trenes Rápidos y Expresos que paraban en cualquier apeadero; espera insufrible en Barajas para coger un vuelo que te llevara a Londres; y desde allí, algunos cientos de kilómetros de autobús hasta Bournemouth. Así fui y volví en ambas ocasiones.
A la llegada al College, una sonriente familia de sonrosados ingleses esperándome para acogerme en su hogar en una calle de casas adosadas indistinguibles a cambio de una gratificación económica para mi mantenimiento, parte de la cual acabaría en algún apartamento de la Costa del Sol a costa de una dieta de más y unos kilos de menos para mí.
En el tiempo libre, libras en metálico gastadas con el detalle milimétrico de la paga de un adolescente: Burger King, McDonalds y similares, y algún intento infructuoso de obtener una pinta en un pub.
Casi treinta años después, apenas una hora de coche hasta el aeropuerto de Málaga, vuelo de Ryanair directo a Bournemouth e incluso llego a tiempo de desayunar en una cafetería junto al McDonalds de mis años mozos. Justo al lado, en pleno centro comercial de la localidad, el apartamento alquilado por AirBNB, sin sonrosados y sonrientes ingleses dentro.
Sin dejarme llevar por la nostalgia, encamino mis pasos hacia la playa: un banco en el parque, un rincón junto a un arroyo, un semáforo en una calle, el muelle que se adentra en el mar… detalles olvidados hace años que de repente comienzan a aflorar en mi memoria. Aún me queda enfrentarla al antiguo College y a los viejos pubs.
La ciudad que conocí ha cambiado poco en todo este tiempo. Tiene un aeropuerto internacional, lo menos que dan por esa denominación, eso sí, y un equipo de fútbol en la Premier. Probablemente yo haya cambiado más y, espero, a mejor como los buenos vinos.
En el College, el mismo de entonces, más choque de recuerdos y una clara diferencia en el trato con los profesores. Cuando descubren como alumno a un señor maduro aficionado a las buenas pintas y a conocer la historia y las costumbres locales no tardan en recomendar pubs clásicos y localidades vecinas que visitar. Y yo, obviamente, no les iba a hacer un desplante: Winchester, capital del antiguo reino de Wessex, hogar del rey Alfredo el Grande (el de la serie Vikingos), con su imponente catedral y el Great Hall con la supuesta Tabla Redonda del rey Arturo; Poole y su antiguo puerto de contrabandistas y piratas; y Bath, con su abadía medieval, sus espectaculares y maravillosamente conservadas termas romanas y las vistas desde el río Avon. Eso, que no es poco, es lo que me dio tiempo a recorrer en una semana intensiva de inglés y recuerdos. Lugares que también visité de adolescente, además de otros como Weymouth, Salisbury, Stonehenge, Londres o los acantilados de la costa del Canal. Pero ahora, a diferencia de entonces, mi visita, amén de cultural, ha sido cervecero-gastronómica, buscando los pubs y ale-houses tradicionales en cada sitio al que fui. Por mencionar alguno, si es que algún lector pisa Bournemouth, The goat and tricycle.
Esta vez, a mi vuelta a casa, desde el aeropuerto de Bournemouth al restaurante Las Camachas con un solo transbordo, sorpresa agradable por mi nivel de inglés, alguna dieta de menos y algún kilo de más. Venganza consumada, servida en jarra de pinta fría.
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