Viaje con nosotros: Lisboa, por José Alfonso Rueda

Visité Lisboa por primera vez con 14 años, cuando mi andadura en la extinta EGB y la de mis compañeros de colegio llegaba a su fin. Mucho ha llovido desde entonces y apenas unos recuerdos intermitentes e inconexos quedan en mi memoria: el claustro de los Jerónimos, el viento desde lo más alto del Monumento a los Descubrimientos, las vistas del Castillo de San Jorge, el Museo de Carruajes o la mirada impresionada de un adolescente que cruza por vez primera el Tajo sobre el Puente 25 de Abril.
Más de 25 años tuvieron que pasar para que volviera por la capital portuguesa, de nuevo rodeado de adolescentes de 17 y 18 años, pero convertido ahora en pastor del rebaño. Una ruta trashumante que repito periódicamente cada curso escolar y que me refresca aquellos recuerdos y le añade otros muchos más por las calles lisboetas.
Portugal y Lisboa están de moda como destino turístico pero, de momento, eso no les ha supuesto perder su esencia entrañable, su idiosincrasia. Aún no se tiene ese sentimiento de estar paseando por un parque temático para turistas; solo en el barrio de Belém, en el entorno del Monasterio de los Jerónimos, la torre de Belém y el Monumento a los Descubrimientos se tiene una cierta conciencia de ello. Pero basta adentrarse en el interior de Pastéis de Belém, en uno de sus amplios salones, pedir un café y unos pasteles para degustar sentado tranquilamente y creer que nos hemos transportado hasta una versión lisboeta de la montillana Pastelería Manuel Aguilar.
Mis rutas estudiantiles por Lisboa me llevan recurrente y metódicamente a la Baixa y Alfama. Primero, callejear por Alfama, echar un vistazo a la iglesia y casa natal de San Antonio (que no era de Padua sino de Lisboa), donde siempre alguien suelta algún euro por si el santo se deja caer con un novio o novia; cruzar la calle y visita rápida a la Catedral para, a continuación, sortear empinadas y estrechas aceras entre tranvías hacia la Puerta del Sol, el ensoñador mirador sobre el Tajo. Desde ahí, descenso por intrincadas callejas hacia el Museo del Fado y el nuevo puerto de cruceros. A la vera del río caminamos hasta la Plaza del Comercio.
Aquí es obligada la parada para reponerse de las subidas y bajadas de nuestro recorrido en alguna de las terrazas que jalonan sus soportales. Tras ello, cruzamos el arco que da entrada a la Rua Augusta, peatonal y repleta de comercios y en la que, muy probablemente, no muy discretos personajes nos ofrecerán alguna que otra sustancia estupefaciente cuya posesión en ciertas cantidades está despenalizada en Portugal. Tras negarles el ofrecimiento con amabilidad, llegamos al Elevador de Santa Justa, un ascensor de primeros del siglo XX que une la Baixa con el barrio de Chiado. Dar una pequeña vuelta por él es opcional, sin olvidar en ningún caso que nuestro recorrido debe terminar al otro extremo de la Rua Augusta, en la Plaza de Rossio, centro neurálgico de la Baixa Pombalina y de la propia Lisboa.
En ella encontramos A Ginjinha, un típico y diminuto bar en el que hay que probar la ginja, el aguardiente de guindas originario de la capital portuguesa. En sus alrededores, restaurantes donde degustar un bacalao a bras o la Plaza de Figueira, llena de cafeterías y en la que es habitual encontrar un mercadillo de productos artesanales y típicos portugueses.
La labor de pastor de adolescentes no permite una perspectiva más amplia de Lisboa: son poco dados a escuchar fado, somos mucha gente para subir en tranvía, tenemos poco tiempo para visitar el Parque de las Naciones y el Oceanario.
Aún me queda mucha Lisboa que conocer y, con o sin estudiantes, pienso seguir volviendo a esta fascinante ciudad para repetir metódicamente esos mismos recorridos e irles añadiendo más barrios y calles aún ignotas para mí.

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