Cuando vemos a otras personas, en su versión más pequeña, paseando con sus padres, jugando en el salón de alguna casa o en el patio del colegio puede que la nostalgia apriete el gatillo y los recuerdos de nuestra infancia nos atraviesen la mente, ágiles y directos como un disparo. Entonces, rememoramos el tacto del zapato al patear un balón, escondernos tras los coches en algunos juegos o el roce de los pedales de una bicicleta en los tobillos.
Ahí es cuando apreciamos la diferencia. En la actualidad, los niños y niñas siguen jugando en la calle, pero cada vez menos. Debido al aumento de situaciones peligrosas en la calle (sobre todo por la presencia de vehículos) la mayor parte del tiempo de ocio infantil transcurre dentro de casa, así que los menores están acostumbrados a asomarse a ventanas desde pequeños. A ventanas donde pueden ver una colorida, entretenida y diferente realidad: las pantallas del móvil, la tablet o la televisión.
A través de ellas y de las historias que observan, los más pequeños de la casa adquieren conocimientos, valores, conductas, formas de pensar que pueden cambiar su manera de entender la realidad que les rodea.
Muchos padres y madres u otros familiares tienen ante sus ojos la tentación de encender ese aparato electrónico que tendrá al hijo en silencio y lejos del aburrimiento durante un buen período de tiempo, sin preocuparse de cuáles son los mensajes que están viendo o escuchando o si son adecuados para su edad.
Aunque lo más relevante es que no son conscientes de que estos dispositivos están tomando un gran papel en el proceso de socialización que tiene lugar desde que nacemos. Por lo tanto, no es muy adecuado que acudamos inmediatamente a la televisión o al móvil para distraer a los hijos e incrementemos un efecto placebo audiovisual en los niños y niñas.
Pero tampoco nos debe invadir el alarmismo. En las nuevas tecnologías no reside la culpa, es el ser humano el que está haciendo mal uso de ellas: hemos realizado invenciones y llevado a cabo sinergias de cara a favorecer la llamada “sociedad de la información”. Sin embargo, en la mayoría de los casos hemos conseguido que la nuestra sea la “sociedad de la desinformación y el entretenimiento” y solo son unos pocos los que hacen verdadero uso de los medios sociales para su desarrollo personal.
Ante esta realidad lanzo una serie de preguntas a los lectores: ¿Pueden los miembros del sistema educativo insertar actividades de alfabetización mediática en algún momento de la vida educativa del alumno? ¿En algún proyecto escolar se puede combinar una materia de las consideradas “obligatorias” con el buen uso de los medios de comunicación actuales? ¿Pueden los padres y madres no estar ausentes en el momento en el que sus hijos se empapan de contenidos televisivos? ¿Podrán analizar lo que ven sus pequeños y dar explicaciones acerca de las situaciones planteadas en pantalla? ¿Conseguirán guiarlos en esta cotidiana experiencia al igual que cuando sus hijos aprendieron a comer o caminar? ¿Podrán informarse de las entidades que regulan los códigos que rigen los contenidos televisivos y si están descontentos promover cambios?
Cada uno que halle interiormente su respuesta. Yo me decanto por el sí.
Ahí es cuando apreciamos la diferencia. En la actualidad, los niños y niñas siguen jugando en la calle, pero cada vez menos. Debido al aumento de situaciones peligrosas en la calle (sobre todo por la presencia de vehículos) la mayor parte del tiempo de ocio infantil transcurre dentro de casa, así que los menores están acostumbrados a asomarse a ventanas desde pequeños. A ventanas donde pueden ver una colorida, entretenida y diferente realidad: las pantallas del móvil, la tablet o la televisión.
A través de ellas y de las historias que observan, los más pequeños de la casa adquieren conocimientos, valores, conductas, formas de pensar que pueden cambiar su manera de entender la realidad que les rodea.
Muchos padres y madres u otros familiares tienen ante sus ojos la tentación de encender ese aparato electrónico que tendrá al hijo en silencio y lejos del aburrimiento durante un buen período de tiempo, sin preocuparse de cuáles son los mensajes que están viendo o escuchando o si son adecuados para su edad.
Aunque lo más relevante es que no son conscientes de que estos dispositivos están tomando un gran papel en el proceso de socialización que tiene lugar desde que nacemos. Por lo tanto, no es muy adecuado que acudamos inmediatamente a la televisión o al móvil para distraer a los hijos e incrementemos un efecto placebo audiovisual en los niños y niñas.
Pero tampoco nos debe invadir el alarmismo. En las nuevas tecnologías no reside la culpa, es el ser humano el que está haciendo mal uso de ellas: hemos realizado invenciones y llevado a cabo sinergias de cara a favorecer la llamada “sociedad de la información”. Sin embargo, en la mayoría de los casos hemos conseguido que la nuestra sea la “sociedad de la desinformación y el entretenimiento” y solo son unos pocos los que hacen verdadero uso de los medios sociales para su desarrollo personal.
Ante esta realidad lanzo una serie de preguntas a los lectores: ¿Pueden los miembros del sistema educativo insertar actividades de alfabetización mediática en algún momento de la vida educativa del alumno? ¿En algún proyecto escolar se puede combinar una materia de las consideradas “obligatorias” con el buen uso de los medios de comunicación actuales? ¿Pueden los padres y madres no estar ausentes en el momento en el que sus hijos se empapan de contenidos televisivos? ¿Podrán analizar lo que ven sus pequeños y dar explicaciones acerca de las situaciones planteadas en pantalla? ¿Conseguirán guiarlos en esta cotidiana experiencia al igual que cuando sus hijos aprendieron a comer o caminar? ¿Podrán informarse de las entidades que regulan los códigos que rigen los contenidos televisivos y si están descontentos promover cambios?
Cada uno que halle interiormente su respuesta. Yo me decanto por el sí.
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