Lampedusa, por Belisa Crepusculario

Nunca sé de qué escribir. O casi nunca.
Sin embargo, siempre hay un par de palabras aleteando dentro mi cabeza. Leídas o recién soñadas. Impopulares, levemente sonrojadas, sórdidas a menudo. Y ahí se quedan, instaladas en mitad de mis conexiones sinápticas esperando la llegada de otra palabra alada que las desplace. En ciertas ocasiones, colapsan mis ya maltrechos circuitos nerviosos y saltan de forma compulsiva llevándose por delante el juicio y el entendimiento de mi interlocutor. Y en esas andamos.
Lampedusa lleva varios meses embutida en mi amalgama gris, conviviendo de forma pacífica con mis neuronas y células de glía. Lampedusa es una palabra llana, sonora, sugerente y que le da nombre a una pequeña isla italiana de apenas veinte kilómetros cuadrados. Bien. El lector más avezado, ahora, podría asociar esta isla con el drama diario que se vive cerca de sus costas, pues esa breve porción de tierra constituye una de las vías de entradas más rápidas para los inmigrantes que proceden del continente africano. Hablar de cifras, muertes y naufragios, del conocimiento del problema por parte de las  autoridades y de nuestro silencio roza directamente lo obsceno.
Sin embargo, Lampedusa no acaba aquí. La diminuta isla mediterránea da también apellido al insigne escritor italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de la célebre obra “Il gatopardo” publicada en 1958, y que sería posteriormente llevada al cine por Luchino Visconti en 1963. La obra aborda el fin de la supremacía de la aristocracia, y cómo las nuevas clases emergentes aprovechan el triunfo inevitable de la revolución y de la unificación italiana en su propio beneficio: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Lampedusa crece extramuros, adjetivándose y dando lugar al maquiavélico término lampedusiano: “que todo cambie, para que todo siga igual”. Y, de repente, todo se mezcla y se agolpa: la isla, los naufragios, la miseria, el oportunismo, el Mediterráneo, la mezquindad, la muerte, el hombre… y entonces la palabra Lampedusa sale despedida de este obsesivo vórtice cerebral, dejando una leve muesca de tristeza en la memoria.
Y en ese momento no me queda otra que releer aquel poema de K. Iribarren: “Llevamos cometiendo / los mismos errores / desde el origen remoto / de la especie. / No parece haber / remedio para esto: / ni humano / ni divino. Y me pregunto /si la única / solución / posible / no estará / precisamente ahí / en seguir cometiéndolos / hasta sus últimas /consecuencias, / en tensar esta locura / hasta más allá del límite, / hasta que desaparezcamos / todos / de la faz de la tierra / en un festín brutal / de sangre / y semen / de una maldita vez / y para siempre”.
Y suspirar.

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