Cachivaches del demonio, por Leonor Rodríguez "La Camacha"

Que los niños de hoy en día abusan de los dispositivos móviles, ya sean teléfonos, tabletas u ordenadores, es una realidad, aunque se puede entrar a discutir qué uso hacen de ellos, pues no siempre es el equivocado. Ahora bien, que ese abuso es reflejo de lo que hacemos los adultos también es cierto, pues hemos pasado de pensar hace unos 15 años que hablar por el móvil en un sitio público además de esnobista era una horterada a los geek, esa especie de tribu urbana obsesionada con la última tecnología, especialmente móviles y videojuegos.
Ser geek no tiene por qué necesariamente tener una connotación negativa, siempre y cuando esa obsesión no se vuelva insana y lleve a un aislamiento social: tanto por no querer acudir a socializar en espacios públicos, como por no participar de la interacción social cuando nos encontramos en grupo.
Estamos ante una especie de ciberautismo —un aislamiento elegido—, si bien no siempre consciente, que conlleva ir de Whatsapp a Facebook, pasando por Twitter, Instagram, el correo electrónico o Netflix, mientras nos hacemos un selfie por el camino o grabamos un vídeo absurdo para colgar en nuestro canal de Youtube, lo que cohíbe a los que comparten espacio con el ciberautista para mantener una simple conversación.
Además de aquellos que padecen nomofobia, el miedo irracional a salir de casa sin el móvil, están aquellos que hacen de su vida una res publica en las redes sociales como si no tuvieran una vida privada que guardar con celo y en exclusiva para las personas más especiales: los padres, la pareja, los hermanos, los hijos y, por qué no los amigos, que no son necesariamente los que comparten grupo de Whatsapp, sino los que te mandan un mensaje o, mejor, te llaman para tomar un café o lo que encarte; aquellos que salen a hacer running y publican sus tiempos y marcas en las redes con la app deportiva de turno; aquellos que cuando viajan dejan su opinión en Tripadvisor; aquellos que leen el último superventas en su ebook; aquellos que se compran el último modelo del robot de cocina de moda; aquellos que se pasan el día pendientes de las actualizaciones de Android e IOS y de todas sus apps; aquellos que al llegar a un bar lo primero que hacen es buscar una red wifi abierta, etc.
Es una especie de neofilia, una paradójica obsesión por estar a la última tecnológicamente hablando, permanentemente conectados a la red, que genera lo que los expertos denominan tecnoestrés y que, en su opinión, puede provocar problemas musculares, emocionales o psicológicos que pueden desencadenar ansiedad o depresión. Conectar para desconectar de los pequeños placeres de la vida: disfrutar de una comida sin que se enfríe mientras fotografiamos el plato, editamos y retocamos la foto y la subimos a nuestra red social favorita para conseguir cuantos más likes mejor; pasar un buen rato en un concierto sin perdernos detalle haciéndonos un selfie entre la muchedumbre; pasear por el campo sin estar pendientes de la ruta marcada en el GPS del móvil; jugar con nuestros hijos en el parque sin endosarles el móvil para que estén entretenidos como si fueran los futuros gamers.
Que la tecnología ha traído grandes avances y comodidades para nuestra vida diaria y nuestras actividades cotidianas es indudable; no sacarles partido es estúpido; olvidar a las personas que tenemos a nuestro alrededor y a las que somos incapaces de ver detrás de la pantalla es sencillamente triste.

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