La política de las emociones, por Carlos Alberto Prieto Velasco

De entre todos los hechos que han sucedido estas últimas semanas en Cataluña, me impactó tremendamente un suceso en apariencia menor: la voz quebrada y las lágrimas del jugador de fútbol Gerard Piqué cuando hablaba sobre la actuación policial en la jornada del fallido referéndum del día 1 de octubre.
El caso de Piqué es solo un ejemplo de emoción desbordada unida a la posición política. En todo el desarrollo del procès hemos asistido a ese desborde de sentimientos y emotividad entre los simpatizantes de la causa independentista, con despliegue de banderas, cánticos y actos de gran carga simbólica. La evidente falta de legitimidad del Govern para alterar de facto el marco constitucional o la pérdida de la legitimidad de ejercicio del Parlament al ignorar su propio reglamento durante las sesiones del 6 y 7 de septiembre no han sido razones para hacer desistir a los partidarios de la independencia, ciegos y sordos frente a argumentos razonables. Las ideologías nacionalistas son herederas del Romanticismo y de la reacción frente a la Ilustración y el racionalismo filosófico; y, por tanto, la acción política nacionalista siempre conlleva una gran carga de sentimentalismo, historicismo y misticismo.
Pero, más allá del nacionalismo, me preocupa cuánto se mezcla ahora la sentimentalidad con la política. En El miedo a la libertad (1941), el psicoanalista Erich Fromm analizaba la compleja relación psicológica entre libertad-dominación en la sociedad industrial. Para Fromm, la educación en la sociedad industrial se basaba en reprimir emociones, eliminando la espontaneidad y el pensamiento original. A mi parecer, hoy en día, en nuestra sociedad post-industrial hemos pasado al extremo contrario: la emotividad prima sobre la racionalidad en ámbitos laborales o políticos.
En primer lugar, en lo laboral estamos inmersos en sistemas de desarrollo personal basados en competencias de conducta y habilidades sociales más que en el conocimiento. En la esfera de la política, vemos como el fenómeno socio-político más determinante en la actualidad es la aparición del movimiento de “los indignados” del 15-M y su correa de transmisión, Podemos. Los indignados carecían de cohesión ideológica, eran más bien grupúsculos de ciudadanos afectados o resentidos por la crisis económica, y con motivaciones sentimentales más que argumentos políticos. En EE.UU., el triunfo de Trump y su apelación vacía make America great again o la otra cara de la moneda, Obama y su inspirador discurso en New Hampshire (Yes, we can); ambos son ejemplos de políticas que apelan al corazón y al voluntarismo mucho más que a un discurso razonado.
En tiempos de crisis y desorientación, esta política que juega con la sentimentalidad y apela a la identidad y a la etnicidad permite ofrecer esperanza y acción a los pueblos perplejos y desmoralizados (Eric Hobsbawm). Esta emotividad es un vínculo de identificación del votante con una causa, mucho más fuerte que las tradicionales afinidades ideológicas. Sin embargo, esta expresión sentimental colectiva sin control nos despoja de nuestra condición de individuos racionales y razonables, convirtiéndonos en masa. Así que, con la que está cayendo, nuestros políticos y también los ciudadanos deberíamos dejarnos de tanta emoción desenfrenada y aplicar un poco de cabeza para resolver los conflictos a los que nos enfrentamos.

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