La clave, por Alba Delgado Núñez

Con el paso de los años me he dado cuenta que hay recuerdos que parecen lejanos incluso cuando los acabas de vivir. Luego pasa el tiempo, te encuentras en el mismo lugar y es como si volvieras a experimentar esas sensaciones por primera vez. Aunque con ciertos matices. Has crecido, has cambiado, ya no vas con la misma gente ni tampoco verás la misma película (aunque sea Pulp Fiction otra vez). Te has cortado el pelo como un adulto y ya no llevas esa ropa tan ridícula. Dicen que nunca vuelve quien se fue, aunque regrese y, bajo mi punto de vista, puede ser una ventaja, porque estaríamos viviendo cosas bonitas todo el rato como si fuera la última primera vez. Aunque también puede ser lo contrario, porque las personas siempre tenemos miedo a lo desconocido. Es una parte irracional y absurda que nunca comprenderé. Nos pasamos la vida organizando cada minuto mientras perdemos diez. Esperamos que todo salga según lo previsto y dejamos de disfrutar del presente porque nos preocupamos demasiado por el futuro y estiramos el pasado más de la cuenta.
Lo esencial es invisible a los ojos, no nos damos cuenta que los mejores recuerdos son aquellos que no se pueden ver, sino los que se sienten. Como un beso, la música adueñándose de tu cuerpo, el olor de su piel, el sabor de las croquetas de tu abuela o, simplemente, estar a gusto donde estás. Y, por supuesto, llegan cuando te olvidas de planear y alzas tus alas al vuelo. No te importa la caída, ni siquiera piensas en esa palabra. No hay nada que te repitas en tu mente, descubres que todo puede ser y entonces ocurre todo.
Así es como nacen los buenos recuerdos. Esos que te ponen los pelos de punta, los que te sacan una sonrisa, los que te producen un escalofrío. Los que te hacen volar. Los que añoras cuando piensas en algo mientras buscas un lugar placentero que te alivie un rato.
Y por supuesto, todas estas cosas son mejores cuando las compartes con tus amigos. En ocasiones son un coñazo: te dejan tirado, te deben dinero, sus gustos musicales son horribles, se deprimen, lloran… En definitiva, no paran de darte marrones. Marrones que te comes gustosamente porque sabes que ellos moverían el mundo si te hiciera falta. Porque ellos son la clave. Ellos son los que están cuando ves una película por primera vez y por segunda primera vez y por tercera o undécima si hace falta. Ellos son los que hacen cola a las seis de la mañana muertos de frío para que consigas el visado y cumplas el sueño de tu vida, aunque luego se tengan que quedar en la puerta y les cague un pájaro mientras llegas tarde. Ellos son los que más se alegran de tu alegría, los que te dan una buena hostia cuando más la necesitas. Y tampoco tienes que pedirlo. Porque te entienden. Comprenden tu manera de gritar incluso cuando estás callado. Por ellos es por los que vale la pena tener recuerdos, dejarse llevar, disfrutar el momento. Por ellos y porque la vida a veces es la mayor putada. Porque un día estás en lo mejor y al día siguiente estás jodido sin poder moverte de la cama y sin saber si algún día volverás a ser el mismo. Pero ¿quién te dice a ti que eso sea una ciencia cierta? Hagamos buenos recuerdos. Que de esta no vamos a salir vivos, pero cuando uno se va, muchos otros se quedan.

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