Píldoras deliciosas: Arcila, por Paco Vílchez Rodríguez

Arcila, Arzila, Assilah. Libertad para llamar a una de las perlas del harem perverso del norte africano. Y es que Arcila se brinda a lo que el visitante ande buscando. Madura y pueril a la vez con cientos de arañazos, llantos y ultrajes. Fenicios, cartagineses, romanos, árabes, portugueses, españoles, franceses… A cada cual supo darle lo que buscaba y ahora, siglos después, lo sigue haciendo a la perfección con la lección bien aprendida.
Juguetea con el kif como esa adolescente que busca emociones fuertes desde temprana edad, para en un salto casi mortal, mostrar su madurez más sensual apaciguando al amante con sus kilómetros y kilómetros de playas naturales, prácticamente salvajes.
Así es Arcila. Mimada por la inmensidad del poderoso Atlántico, protegida desde la eternidad de los tiempos por Hércules que, desde su gruta, clava sus ojos en la silueta de arena dorada que desciende hasta los muros de la misma Medina.
Y es en la Medina donde Arcila muestra al osado que pretenda conquistarla toda una amalgama de bondades excitantes que poco a poco van adormeciendo al viajero.
Olores, sabores, colores, tacto, gusto y belleza, mucha belleza. Todo y más de lo que pueda esperar cualquier aventurero aderezado. Olores que suspendidos en una atmosfera de humedad mezclan los aromas de las especias con suaves retazos de té moruno, con el olor que desprende un quemado de sándalo y las pieles de vacuno convertidas en  mochilas, bolsos, o carteras para los turistas. Gusta oler a Arcila
Sabores a canela, a cúrcuma, jengibre, pimienta negra, menta, sésamo, comino. Todo ello y más dan lugar a la repostería marroquí, a la Bastela, al Cuscús, al Tajine. Gusta saborear a Arcila.
Y los colores… colores y formas que van de la mano. Azulejos que decoran minaretes de mezquitas, fuentes. Blancos inmaculados de fachadas recién caladas. Marrones de incrustados tonos en las piedras de la Kasba, defensa de la chica, de la mujer, de la ciudad. Colorido de verduras en los puestos del mercado, en los sacos de pigmentos para mezclar tonalidades que luego servirán como el maquillaje perfecto para realzar aun más la belleza de la guapa Arcila.
Y es que a Arcila, como a cualquier mujer, le gusta ponerse bella, bonita, sensual. Aunque para ello tenga que hacer ejercicios de equilibrismo con sus miserias. Con la suciedad que a veces campa en forma de agua corrompida por algunas callejuelas de su Medina, en lo más íntimo de ella misma, con pequeñas casa que al ojo del viajero parecen casi derruidas, abandonadas.
Aun así, sumergirse en la amalgama de virtudes que nos ofrece suele ser un placer, tanto que uno queda embelezado con los arcos marroquíes aquí y allí, con la estrechez de sus callejas donde no faltan niños jugando, y regalando sonrisas a la par que curiosean alrededor del viajero o con los pequeños talleres de los artesanos que a plena vista muestran sus oficios centenarios. Gusta mirara a Arcila.
Y cuando uno, ingenuamente, siente que está entregada, un golpe de mar transforma  el Atlántico en fiero, con olas que rompen en la muralla acantilada salpicando de pequeñas gotas saladas el húmedo ambiente. Justo en ese momento el rostro del amante viajero queda impregnado y con la yema de los dedos, con las palmas de las manos, uno siente a Arcila en su propio rostro. Gusta sentir Arcila.

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