Escribo de las cosas que me importan: principalmente de la vida.
La muerte, por el contrario, me parece tan grotesca como previsible y por más que ella se empeñe no despierta en mí interés alguno. Pero soy permeable. Existen ciertas grietas y fisuras por las que se filtra, con su triste barniz de ausencias, calando en algunos de mis textos. El resultado final es un diminuto obituario de gente a la que admiro por uno u otro motivo: así, “Áspero mundo”, es un modesto homenaje a Ángel González, fallecido a principios de 2008 o “El olvido está lleno de memoria”, que trata de una declaración de amor póstuma a Mario Benedetti, escrita en la primavera de 2009. Subconsciente aparte: ambos poetas, ambos de izquierdas.
Hace unos meses oí hablar por primera vez de Zygmund Bauman, un sociólogo polaco que forjó el concepto de “modernidad líquida” para referirse al actual momento en el que “las realidades sólidas de nuestros abuelos, como el trabajo o el matrimonio para toda la vida, se han desvanecido, y han dado paso a un mundo más precario, provisional, ansioso de novedades y agotador”. La pérdida de valores sólidos y firmes, la velocidad y la inmediatez que exigen los nuevos tiempos o las diferentes formas del individuo de interactuar con su comunidad ocupan una parte importante del pensamiento de Bauman. Leí varias entrevistas y consulté algunas webs quedando fascinada por la sencillez y la coherencia de sus tesis.
A los pocos días de aquellas lecturas, tropecé con una buena amiga de la adolescencia, a la que llevaba tiempo sin ver. La alegría del encuentro obligaba, al menos, a tomarse unas cañas; raudas llamamos a casa para comunicar la eventualidad e informar del retraso.
El recuerdo de aquella trémula juventud compartida, llena de vértigo, temores y alcohol, hace que me rompa por dentro y me aproxime a lo que debe ser la melancolía. A la segunda cerveza, ya era consciente del placer que me generaba, que me ha generado siempre, disfrutar de su normalidad, (rara avis en estos tiempos). Ambas nos conocemos bien, sabemos de nuestras miserias y miedos, de los sueños incumplidos. Después de meses sin vernos, las simpatías se mantienen tan sanas y vigorosas como siempre. Existen relaciones, pocas, en las que la corrosión del tiempo es pura anécdota. Tal cual, no hay literatura.
Una vez apaciguada la euforia del encuentro y puestas al día de todo lo importante, empezamos a consultar el móvil: respondimos mensajes, mantuvimos alguna breve conversación e incluso subimos alguna foto de nosotras en el bar. Sin embargo, el sortilegio se había roto. La vida, la mayúscula, nuestra vieja aliada, la que no entiende de simulacros, sucedáneos e imitaciones nos dejó tiradas por los recién casados del piso de arriba. Y con razón. Y allí quedamos nosotras, tan hiperconectadas como perdidas, huyendo de aquel bar como unas vulgares rateras arruinando una noche que pudo ser tan épica como las de antaño. Bauman falleció a primeros de año. Ya tiene su artículo.
La muerte, por el contrario, me parece tan grotesca como previsible y por más que ella se empeñe no despierta en mí interés alguno. Pero soy permeable. Existen ciertas grietas y fisuras por las que se filtra, con su triste barniz de ausencias, calando en algunos de mis textos. El resultado final es un diminuto obituario de gente a la que admiro por uno u otro motivo: así, “Áspero mundo”, es un modesto homenaje a Ángel González, fallecido a principios de 2008 o “El olvido está lleno de memoria”, que trata de una declaración de amor póstuma a Mario Benedetti, escrita en la primavera de 2009. Subconsciente aparte: ambos poetas, ambos de izquierdas.
Hace unos meses oí hablar por primera vez de Zygmund Bauman, un sociólogo polaco que forjó el concepto de “modernidad líquida” para referirse al actual momento en el que “las realidades sólidas de nuestros abuelos, como el trabajo o el matrimonio para toda la vida, se han desvanecido, y han dado paso a un mundo más precario, provisional, ansioso de novedades y agotador”. La pérdida de valores sólidos y firmes, la velocidad y la inmediatez que exigen los nuevos tiempos o las diferentes formas del individuo de interactuar con su comunidad ocupan una parte importante del pensamiento de Bauman. Leí varias entrevistas y consulté algunas webs quedando fascinada por la sencillez y la coherencia de sus tesis.
A los pocos días de aquellas lecturas, tropecé con una buena amiga de la adolescencia, a la que llevaba tiempo sin ver. La alegría del encuentro obligaba, al menos, a tomarse unas cañas; raudas llamamos a casa para comunicar la eventualidad e informar del retraso.
El recuerdo de aquella trémula juventud compartida, llena de vértigo, temores y alcohol, hace que me rompa por dentro y me aproxime a lo que debe ser la melancolía. A la segunda cerveza, ya era consciente del placer que me generaba, que me ha generado siempre, disfrutar de su normalidad, (rara avis en estos tiempos). Ambas nos conocemos bien, sabemos de nuestras miserias y miedos, de los sueños incumplidos. Después de meses sin vernos, las simpatías se mantienen tan sanas y vigorosas como siempre. Existen relaciones, pocas, en las que la corrosión del tiempo es pura anécdota. Tal cual, no hay literatura.
Una vez apaciguada la euforia del encuentro y puestas al día de todo lo importante, empezamos a consultar el móvil: respondimos mensajes, mantuvimos alguna breve conversación e incluso subimos alguna foto de nosotras en el bar. Sin embargo, el sortilegio se había roto. La vida, la mayúscula, nuestra vieja aliada, la que no entiende de simulacros, sucedáneos e imitaciones nos dejó tiradas por los recién casados del piso de arriba. Y con razón. Y allí quedamos nosotras, tan hiperconectadas como perdidas, huyendo de aquel bar como unas vulgares rateras arruinando una noche que pudo ser tan épica como las de antaño. Bauman falleció a primeros de año. Ya tiene su artículo.
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