¿Podríamos vivir sin consejos reguladores? Por Leonor Rodríguez, "La Camacha"

De mayor quiero ser trabajador de un consejo regulador. Del que sea, lo mismo me da de la denominación de origen de la Chirimoya Costa Tropical o de la Miel de Granada. O del consejo regulador de los Vinos Montilla-Moriles, por tenerlo más a mano.
Con inquietante asiduidad, los que se conocen las administraciones públicas como la palma de su mano suelen referirse a estos entes –como en todo, siempre hay honrosas excepciones- como cuevas técnicas de Alí Babás donde no se sabe muy bien cuánto te van a robar, aunque se da por hecho que robado entras y robado sales.
Si de un tiempo a esta parte se ha implantado la necesidad de arrojar transparencia a la vida pública, seguro que se debe al oscuntarismo propio de habitáculos administrativos como los consejos reguladores. Concebidos como oficias técnicas de productos avalados por un marchamo de calidad, a menudo se ganan el cielo como contenedores de sonámbulos cuasi funcionatas o funcionarios de pleno derecho, acostumbrados a pelearse con montones de inocuos expedientes con menos chicha que el currículo de Belén Esteban.
Con la mano en el corazón, ¿alguien me puede decir para qué narices sirven los consejos reguladores? Las consejerías o departamentos de Agricultura de cualquier comunidad autónoma ya tienen entre sus competencias el control, la vigilancia y el cuidado administrativo referente a las campañas agrícolas. O dicho de otro modo, los productos –vinos, aceites, mieles, jamones…- no amparados por denominaciones de origen, ¿acaso no responden a controles de calidad? ¿Sobre ellos pesa un sistema menos riguroso de celo administrativo?
Seamos sensatos, eso de velar por la calidad de unos productos determinados es un cuento chino que no necesita una administración paralela. Porque así hay que definir a los consejos reguladores: patentes burocráticas de dudosa eficacia. Y si no, hablemos de la promoción que hacen a sus productos estrella.
En Montilla podrían perfectamente sangrarnos las manos de aplaudir las iniciativas promocionales en las que ha acertado el consejo regulador. Tiramos de ironía, por si no se han dado cuenta. En esta bendita tierra, el caso es especialmente sangrante. La promoción de los vinos que se les presupone, no es más que la promoción personal de sus responsables y las vacaciones pagadas de sus estructuras medias. Respóndanme con sinceridad, ¿dónde estarían ahora los vinos Montilla-Moriles si no hubiera existido un consejo regulador? ¿Creen que estarían mejor, peor o igual?
Demasiadas preguntas y ecuaciones en las que si despejamos la X, más de uno se queda con las vergüenzas al aire. Somos desesperadamente condescendientes con unos organismos que quitan más de lo que aportan, negocietes particulares aparte. Y ahí está, para quien tenga tiempo y ganas, la historia de un consejo regulador como el de nuestros vinos al que nunca se le conoció una sola medida para proteger a los viticultores. Tan sólo rimbombantes planes que no suelen sobrevivir más allá de la presentación de turno, fotografía incluida. Porque de otra cosa no pueden presumir, pero de fotos los consejos reguladores están atiborrados. En cualquier sarao que se precie no falta el gerente, el presidente o el arrimado del consejo regulador. Una imagen vale más que mil palabras, dicen, pues cojan un periódico y búsquenlos, allí les están esperando.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Sin entrar en mas detalles ni apreciaciones, mi respuesta a su pregunta es SI /Afirmativo/, añado podriamos vivir sin otras muchas cosas que son duplicidad y nos empobrecen a marcha forzada.