Píldoras deliciosas: Gairloch, por Paco Vílchez

Así, tal cual, Gairloch suena a género masculino, probablemente lo sea, pero a mí me recuerda a una chica misteriosa, recostada entre niebla, playas salvajes, paisajes montañosos…
Con poco más de mil habitantes en invierno, la pequeña Gairloch juega a despistar al visitante, tanto es así que se multiplica en ella misma. Charlestown, Poolewe, Kinlochewe, Strath. Asentamientos que dan forma al misterio, al despiste, a veces a la desesperación de no saber a ciencia cierta qué parte del cuerpo toca con la punta de la yema de los dedos el seductor que la visita.
Pero el misterio y el despiste continúan a cada metro que el viajero recorre. Gairloch juega con la niebla, que rompe en un sol reluciente en escasos segundos, y cuando uno cree tenerla conquistada, el cielo parece tragarse la tierra y de sus tonos plomizos regala granizo y ventiscas de aire frío del norte. Entonces solo queda refugiarse en algún café con aroma a reggae que esconde una preciosa librería en su interior. Y otra vez el sol aparece entre nubarrones, consolando al viajero que a lo lejos puede disfrutar de la dorada arena de sus playas salvajes. Gairloch se vuelve a insinuar. Pero conquistarla no será fácil. Entonces uno tiene la sensación de que nunca será definitivo.
Mas el viajero insiste, y acercándose al puerto pesquero queda nuevamente embobado ante la inmensidad del Lago Gairloch, que otra vez despista. Y es que siendo lago, no deja de ser una ensenada donde los barcos pesqueros de arrastre, amarrados, no dejan de balancearse bruscamente ante el fuerte oleaje que los aborda. Ahora es el mar el que parece comerse la tierra.
Silencio humano, silbidos de las ráfagas del aire, rugido del mar, cielo cerrado y grisáceo, soledad abrumadora, incluso incertidumbre, incluso miedo. Nadie a nuestro alrededor. A kilómetros de nosotros. Carmen y yo permanecemos quietos, parados ante las fuerzas de la naturaleza. Es como si la chica que queremos conquistar nos mostrase su lado más bello y más cruel a la vez. La naturaleza elevada a la máxima potencia. Miramos a nuestro alrededor. Frente a nosotros el mar, el lago, la ensenada, todo en uno. La chica sigue enredando marcada por el Atlántico. Y todo ello rodeado de montañas, las Wester Ross que coquetean en plenas Highlands, entre más lagos interiores y ríos preñados de vida.
Seguimos quietos, contemplando la belleza de estas tierras, sintiéndonos infinitamente minúsculos y sufriendo las ráfagas de aire casi helado en nuestros rostros. Entonces la chica parece regalarnos otro ratito de sol por nuestra perseverancia en conquistarla. Nosotros, agradecidos, decidimos adentrarnos por una de las muchas rutas de los alrededores. Estrechas pistas forestales entre vegetación tintada de los colores del otoño y del plateado de los arroyos que corren junto a nuestros pasos.
A lo lejos Gairloch, la chica misteriosa, espera con una tranquilidad asombrosa, alejada de las grandes urbes, y solo reservada para lugares místicos, la caída de la tarde. Ese momento mágico cuando el sol desaparece en el horizonte. Poco a poco el hilito de humo de las chimeneas se mezclan con el ocaso, los visillos de las ventanas de las casitas de madera parecen amarillearse por la luz que emanan del interior. Nosotros buscamos refugio en The Old Inn Gairloch con la sensación de haber conquistado a la chica misteriosa y a la vez sentir cómo se esfuma de nuestras manos.
Sin duda Gairloch no tiene nada que ver con la mujer pomposa de grandes catedrales, avenidas, palacios… Pero siempre estará en mi corazón. Y es que a veces lo menos es mucho más.

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