Bendita locura, por Rocío Vinceiro

Según el escritor James Jones existe “una delgada línea roja que separa la locura de la cordura”. La frontera entre la genialidad que puede sufrir un escritor y la locura es muy fina y sobre todo subjetiva. La relación entre literatura y trastornos mentales en la historia está plagada de ejemplos cuanto menos curiosos. Entre los escritores que traspasaban la línea del sentido común de su época nos encontramos, por ejemplo, con Jean-Jacques Rousseau, quien, con sus escritos, entre otros muchos aspectos, revolucionó la forma de criar a los niños y en vez de castigar proponía apreciarlos. Durante su vida sufrió de episodios paranoicos.
Edgar Allan Poe padeció trastorno mental, miedo a la oscuridad, manía persecutoria, entre otros… Hoy en día es famoso por sus novelas de terror. El propio Edgar Allan Poe escribió sobre este tema: “Los hombres me han llamado loco; pero aún no está determinada la cuestión de si la locura es o no la más excelsa inteligencia, si mucho de lo que es gloria, si todo aquello que es profundo, no brota de la enfermedad del pensamiento, de modos de pensar exaltados respecto del intelecto general. Aquellos que sueñan de día son conocedores de muchas cosas que se les escapan a los que únicamente sueñan de noche”.
También podemos nombrar a Franz Kafka, que sufrió neurosis y depresiones con temores exagerados y problemas de sueño. Sus novelas describen el absurdo de algunas situaciones y la desesperación y el pánico que puede sentir una persona frente a esos miedos.
Son muchos los ejemplos de escritores que fueron tachados como “locos” o “enfermos mentales” por sus contemporáneos.
En la actualidad son muchas las voces desde la nueva psicología y psiquiatría que postulan que las enfermedades mentales no existen sino que son trastornos que le sirven a la persona para adaptarse a su vida y al mundo que le ha tocado vivir. Una de estas voces es la de John Read, psicólogo y director de psicología clínica de la Universidad de Auckland (Nueva Zelanda), quien afirma que “la esquizofrenia no es una enfermedad, sino que está causada socialmente”. Y es que nos encontramos con que lo que se sale de la normalidad tiene que ser tratado, diagnosticado y tratado con medicamentos para que vuelva a los parámetros “normales”. Además, si las enfermedades mentales no existen y no se etiquetan como tales, cómo podrían justificarse sus infalibles soluciones como duchas de agua congelada, electroshocks, lobotomías o lo que sufrimos en la actualidad con el abuso de ansiolíticos, tranquilizantes, antidepresivos y un sinfín de pastillas específicas para cada tipo de “diagnóstico”.
Uno de los psiquiatras más prestigiosos de EEUU, Allen Frances, afirma que “las pastillas matan más que las drogas”. En su libro “¿Somos todos enfermos mentales? Manifiesto contra los abusos de Psiquiatría” (Ariel) describe “yo tendría un trastorno neurocognitivo menor porque se me olvidan las caras, los nombres y dónde he apartado el coche. Cuando mi mujer murió, habría sufrido el síndrome del trastorno depresivo grave por la tristeza que sentí. Mis nietos padecerían un trastorno de desregulación del humor y déficit de atención. Y la lista podría seguir. Las definiciones de los diagnósticos eran ya de por sí demasiado amplias en el DSM IV (Manual Diagnostico y Estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría) y con el quinto se puede llegar a una vida cada vez más medicalizada, y eso incluye la receta médica de pastillas”.
Así pues, ¿podría ser que lo que llamamos locura sea profundidad de la personalidad? ¿Adaptación de la persona a una realidad atroz que le ha tocado vivir? ¿Podríamos mirar desde otro punto de vista y abrir la mente a lo que no es “estadísticamente normal”? ¿Podemos aceptar lo diferente sin miedo y sin realizar cualquier acción que lleve a esa persona otra vez a la “normalidad”?
Me gustaría finalizar este artículo con la cita del escritor y diplomático Italiano Carlo Dossi: “Los locos abren caminos que más tarde recorren los sabios”.

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