Lúcidos bordes del abismo, por Santos Muñoz Luna

Lúcidos bordes del abismo, memoria personal de los Panero, Luis Antonio de Villena. Fundación José Manuel Lara, 2014.
Los poetas son unos desgraciados. La historia de la lírica, al menos desde Villon, está llena de suicidas, depresivos, depravados, dipsómanos, convictos, fascistas, malqueridos, opiómanos o dementes.
Luis Antonio de Villena nos ofrece en este libro su visión como testigo, amigo de correrías y  compañero de una de las castas malditas emblemáticas de nuestra literatura del último medio siglo. Reflexiona con acierto y hondura sobre los numerosos indicios que anunciaban el naufragio de una estirpe, naufragio personal, que no artístico. Nos quedan sus obras y un puñado de documentos que hablan de su indudable paso por el mundo.
La que pudo ser una familia de artistas acomodada del franquismo se convirtió con el tiempo en un retrato de grupo desenfocado a las puertas del infierno, un infierno cultivado por cada uno, evitable y deseado: Felicidad Blanc, una hermosísima y siempre dialogante y comprensiva dama del régimen, por un matrimonio que destrozó sus sueños y unos hijos que siempre tuvieron la voluntad de autodestruirse; Juan Luis, por  su frustración al no verse aceptado como sustituto del padre ausente y tal vez por envidia ante las alabanzas a la genialidad de Leopoldo María; este por ser dueño de todos los excesos y terminar como la atracción circense que en ocasiones terminó siendo en sus entradas y salidas del manicomio; Michi Panero, por su diletantismo sin fruto, por ser poeta sin obra, Bartleby sin rumbo.
Tras la muerte en 1962 de Leopoldo Panero, un poeta más variado y notable de lo que se suele suponer por su adscripción política, Felicidad Blanc, que soportó el insufrible carácter del vate de Astorga, acompañó la adolescencia y primera juventud de sus tres hijos y los engordó con educación esmerada, placer por la tertulia y pasión por cierto desamparo alcohólico. La memoria de De Villena se pone en marcha alrededor de los años en los que se estrenó El Desencanto, la película de Chávarri que persiguió a la familia y hacia la que alguno de sus protagonistas confesó cierto hastío. En un Madrid en plena transición, absurdo y brillante, lleno de la discreta represión que preparaba los años de la movida, el autor acompaña a estos poetas, especialmente a Leopoldo María, noche tras noche para admirar su agudeza intelectual, su inevitable malditismo. Juntos perpetran la caza del hombre y el diálogo, la visita de libros y librerías, pero sobre todo de bares para alimentar el ogro creativo que llevaban dentro. Resultan estremecedores algunos recuerdos del autor sobre la ruina esquilmada de la biblioteca familiar de los Panero o de las obras de arte que poco a poco se fueron malvendiendo para mantener viva la exclusiva dedicación a los versos y al abismo. Hay escenas, como la de Felicidad oculta en algún rincón de la vivienda de la calle Ibiza mientras los hijos festejaban a sus visitantes, extrañas y duras; otras, como el encargo que ocasionalmente se le hacía a la madre de tratar con los camellos abastecedores del hijo, terribles; u otras, en las que se hace alabanza y público festejo de las proporciones fálicas del amante de turno, tragicómicas. 
En esta instantánea que nos ofrece De Villena se puede apreciar cómo cada uno de los retratados hace esfuerzos para dibujar un destino que conduce inexorablemente a un parnaso desdichado, eso sí con algunos poemas memorables, pero con la nada personal más absoluta como único destino. Pensamos, como muchos, que nada hay menos poético que un poeta y aunque vida y obra son siempre inseparables, nos repugna la observación morbosa de la decadencia de otros. No es el caso del libro de Luis Antonio de Villena, que de manera honesta, como testigo pero también como protagonista, acompaña los restos de este naufragio. En poco más de doscientas páginas nos rememora distintas escenas donde los miembros de la familia Panero se acercan al abismo creativo y personal y nos dibuja, como un Latino de Hispalis leal o como Virgilio pasmado, el descenso a los infiernos de esta familia. 
Nos queda la certeza de que, a su manera, esta familia fue feliz, con la felicidad que dan el vino y las inolvidables líneas de sus versos. Los Panero son metáfora perfecta de la trinidad… lean al padre, lean al hijo y al espíritu caótico del que perdió el brillo en sus ojos porque ya solo miraba hacia adentro.

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