La estructura, por Ángel Márquez

Me dirigía a mi casa al mediodía, en esa hora en la que las cocinas de algunas casas asoman sus olores a la calle. Mi moto tuvo que desviarse hacia otra dirección debido a que una señal de dirección prohibida me obligaba a tomar otra calle distinta a mi itinerario habitual. No le di mayor importancia, porque los discos de dirección prohibida en mi ciudad son algo habitual, es algo casi inherente en nosotros; es más, si no vemos un día un disco de este tipo, es cuando nos sentimos raros, como que algo nos falta.
El motivo de este disco implantado como un rey en mitad de la calle era que una grúa telescópica invadía la calle. Unos obreros o ingenieros cubiertos con trajes blancos, incluidos pies y sus zapatos, manos, cabezas, caras, ojos y pestañas, manipulaban la grúa para desmontar una estructura de un material peligrosísimo: chapas de fibrocemento o, como siempre las hemos denominado cuando estábamos familiarizados con ellas y las usábamos, chapas de uralita.
El espectáculo que tenía ante mis ojos me pareció en los primeros momentos dantesco o de catástrofe. Todos los empleados o ingenieros estaban envueltos en sus cápsulas blancas y aisladas. Unos se encontraban en la estructura desde la que poco a poco desmontaban las chapas. La grúa las bajaba y otros empleados o ingenieros (creo que ahora para manipular o tocar una chapa de uralita hay que estudiar una carrera) las colocaban despacito y con sumo cuidado en el suelo, para que no explotaran o se rompieran, dando lugar a la expansión de su radioactividad. Por unas horas la imagen era como si Montilla tuviese una central nuclear vieja, de la que desmantelaban su reactor nuclear. Bien pensado, es muy difícil, viendo la imagen de los trabajadores, sopesar cuál de las dos es más peligrosa, si un desmantelamiento de chapas de uralita o un desmantelamiento de un reactor nuclear.
Conforme las chapas de uralita se desprendían, dejaban al descubierto una estructura rectangular formada por vigas de hierro de distintos tamaños. Una vez desprovista la estructura de todas las chapas de uralita, y visto que éstas no habían podido con la estructura, el paisaje de mi barrio tenía un nuevo elemento estructural o escultural. La estructura tiene unas dimensiones aceptables para que los ojos la contemplen y se fijen en ella, como si el esqueleto de Mazinger Z se hubiese quedado al descubierto, unas medidas de sueño pobre de Torre Eiffel.
No he comentado que esta estructura se encuentra en una antigua alcoholera y su cuerpo de torre tenía como función enfriar el agua que producía el alcohol, en aquellos vaporosos años 50, 60 y 70 del siglo anterior.
Ya ha pasado el peligro; las chapas de uralita se encontrarán muy bien controladas y enterradas en los muchos dineros que cuesta su peligrosa manipulación, porque si tocamos con las manos la uralita, no sé si directamente iremos al cementerio, pero sí estoy seguro que por los menos estaremos en pecado mortal, un pecado que queda impregnado en la piel durante toda muestra vida.
Lo que no saben estos manipuladores de uralitas, ni se lo voy a decir, es que existen miles de depósitos y miles de metros de tubería de uralita que las utilizamos para el agua. Si se enterasen nos obligarían a beber agua con guantes en la lengua y en la faringe y en el esófago. El estómago y las tripas se librarían, como no se ven…
Espero que cuando el futuro tenga nuevamente hambre de construcción no devore esta estructura con que mis ojos y el paisaje de mi barrio se están familiarizando.
Algunas noches, cuando la luna está llena y mimosa, desde la coqueta y belenista plaza de la Merced se la ve jugar dentro de la estructura metálica, alegre y desenfadada, como la sonrisa de un niño que ha dejado las estupideces para los mayores.

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