El peligro de los números redondos (*), por Manuel Palacios Martín

Hace unos meses  cumplí 50 años, 50 castañas, un número redondo, perfecto. Este tipo de  cifras tan rotundas, tan sonoras, son a menudo propensas a los exámenes de conciencia, al balance vital, a hacer revisión de lo que deja uno por detrás y al replanteamiento de la vida que pudiera quedarnos por delante. No soy yo muy de nostalgias ni de autoevaluaciones. El paso del tiempo me produce una desazón que procuro evitar. Cuando hojeo, por ejemplo, álbumes de fotos antiguas me pasa como cuando veo en la tele documentales sobre el universo y las galaxias: me da un poco de vértigo; qué poca cosa soy, coño. Pero en fin, todo el mundo te recuerda que llegas a los 50; “medio siglo, chaval, habrá que celebrarlo por todo lo alto” -te repiten una y otra vez-. De modo que la redondez del número se te viene encima sin aviso; estás  tan tranquilo en tus cosas -tú sabes: haciendo la compra en el Mercadona, procurando que no se te suicide ninguno de tus desdichados hijos adolescentes porque no le has comprado el último modelo del iPhone valorado en 700 miserables euros que todos sus amigos tienen...- cuando de pronto, y a traición, te caen cincuenta tacos en la buchaca. Con el inconveniente añadido de tener que precipitarte casi por obligación en una profunda crisis, y revisar toda tu vida de arriba a abajo.
Pues nada, eso hice, me entregué a la causa con entusiasmo, o como diría mi hijo, “to motivao”. Lo primero que hice fue decidir el tipo de crisis que iba a sufrir. Aquí afortunadamente no hay miseria y disponemos de una amplia gama de posibilidades, aunque yo las resumiría en dos grandes líneas de actuación: a) la depre, que estuve valorando mientras echaba un vistazo a un libro de mi estantería (Cómo morimos. Reflexiones sobre el último capítulo de la vida, de Sherwin B. Nuland), pero que rápidamente deseché; y b) la que te vienes arriba, la que te da por hacer cosas para parecer más joven o impropias de tu edad, como comprarte una motaco, injertarte  pelo o teñirte de rubio pollito, blanquearte los dientes, recorrer Europa de Interrail con la mochila a la espalda castigando tu ya maltrecha L4, o querer ligar en un pub con una chavala de 20 que termina hundiéndote en el fango cuando después de entrarle te dice: “si yo lo conozco a usted (a usted!!??), usted era compañero de banca de mi padre en la miga”. Joder, qué niña más buena tiene el Cabeza, con lo feo que es el padre -refunfuñas con el rabo entre las piernas mientras te diriges bailoteando a la barra, haciéndote el guay, para pedir una bebida que ya nadie toma-.
Mi crisis en concreto se manifestó en forma de triatlón. ¡Qué bien sonaba: triatleta, finisher, ironman...! Se iban a enterar esos niñatos blandengues que corretean por el parque quién era el macho alfa, lo que era un tío duro de verdad. Que me podría haber dado por perseguir a la niña del Cabeza, digo yo, que es menos cansado; pero no, siempre me gustaron de mi edad o mayores. Total que ahí estaba yo, haciendo más largos que un tonto en la piscina y corriendo en el parque con un pepino de reloj que mide hasta los pedos que te tiras, enfundado en ropa deportiva de marca de un color que no sabía que existía, color flúo, y con las piernas, el pecho y las axilas rasurados. Porque eso sí, si quieres ser triatleta lo primero que tienes que hacer es quitarte todos los pelos del cuerpo y comprarte un mono por internet (que siempre te queda pequeño) para el asunto del postureo y para marcar paquetillo. Por cierto, ¡qué me reí!, cuando me vi en el espejo, esas patillas de niño de posguerra infraalimentado que Dios me ha dado, sin un pelo, embutido como un morcón en mi mono color trabajador del MOPU. Otro elemento que no puede faltar en el equipamiento del buen triatleta son las gafas de sol. Todos los tíos duros llevan gafas de sol; ¿o es que no has visto Matrix o Terminator? Y claro, los triatletas somos tíos muy duros, los más duros. No tenemos sentimientos detrás de nuestras gafas deportivas último modelo mientras perdemos la mirada en el horizonte.
Los meses siguientes fueron exhaustos. ¡Qué disciplina, por Dios! ¿Quién había diseñado aquel plan de entrenamiento, Torquemada? El campamento en Cerro Muriano con el sargento más chusquero de todo el regimiento me pareció mucho más relajado que aquel martirio chino. Hiciese frío, lluvia o viento allí estaba yo dale que te pego, venga kilómetros y largos de piscina. Me quedé más fino que un “chiflío”, que diría mi tío Juan. Mi mujer me miraba con cara de preocupación; “¿te hago un cocidito?” - me preguntaba resignada-. Pero nada, yo iba a ser finisher a toda costa.
Y llegó el día de la competición. En mi vida pensé que había tanta gente dedicada a esto. La megafonía del evento anunciaba orgullosa el récord de participación. A pesar de que nos dividieron en grupos, 1500 abducidos nos tiramos al agua al mismo tiempo para rodear una boya que apenas se veía en la lejanía. ¿Han probado ustedes a nadar acompañado por 1500 seres humanos? Algunos dirán que todos los días de agosto en la playa que veranean. Ya, ya..., pero yo hablo de lanzarse al agua todos a la vez y tener que nadar por la misma línea hasta rodear una boya por el mismo sitio, 1500 almas, cada una de ellas con dos brazos y dos piernas que bracean y patalean como molinillos, medio ciego porque se te empañaron las gafas, faltándote el oxígeno, después de haber recibido una coz en toda la boca, tres codazos en la nuca y haber tocado dos tetas. Estresante, ya se lo digo yo. Para colmo confundí la boya con el barco de los jueces (como no veía) e hice más metros de la cuenta; cosa que me volvió a ocurrir en la bici al trabucar el número de vueltas que había que dar a un circuito circular. Esto del triatlón es tela complicado.
Pero con todo no fue lo peor; lo peor vino cuando a mediados de la carrera a pie unos retortijones de estómago leoninos anunciaron “tormenta”. No sé si lo saben, pero la alimentación deportiva ha avanzado una barbaridad. Ahora va todo a base de geles y una especie de alpiste que te venden en unas latas grandes de cinco kilos, como las latas de pintura, que ya llevan todos los carbohidratos, sales, minerales, y todo lo que uno necesita. El problema es no haber probado ese tipo de comida antes de la carrera: mi caso. Yo me había cepillado dos latas de cinco kilos del pienso este que les comento durante los meses de preparación, pero no había testado el efecto de los geles de glucosa en mi cuerpo. Bueno pues ya me estaba enterando, y bien enterado. A ver cómo lo explico sin perder la elegancia. O mejor, no lo explico. Sólo algunos apuntes: 1- No fue fácil encontrar un sitio alejado de miradas sensibles; 2- El papel higiénico no crece detrás de los arbustos de un parque; 3- La gorra sirve para algo más que para protegerte del sol; 4- No quedó ni un gramo en mi interior de los 10 kilos de alpiste ingeridos durante los 5 meses previos. Deshidratado, con  los sudores de muerte provocados por los insufribles retortijones, con un gemelo subido y los restos de la tormenta que no se había llevado la gorra manchando la parte trasera de mi flamante mono de triatlón, por fin conseguí llegar a meta. Cuando uno termina una prueba de estas, después de tantísimo esfuerzo y sacrificio, espera que en la línea de llegada suene la música de Rocky y tu mujer y tus hijos te aguarden con los ojos inundados de lágrimas para abrazarte y decirte: “lo conseguiste, cariño; te queremos, papá, tú puedes con todo”. “¿A qué hueles?” -fue lo que dijo mi lánguida hija adolescente mientras apartaba con asco su nariz de mí-.  “No me vayas a abrazar que estás todo sudado” -prosiguió mi mujer con esa sensatez aplastante tan práctica y tan típicamente femenina-. “¿Papá, tú no llevabas gorra?” -terminó preguntando mi confundido hijo-. A tomar viento el rollo filosófico-deportivo.
Han transcurrido dos meses desde todo aquello. Vendí el mono (después de lavarlo) a mitad de precio en internet. La bici tiene las ruedas desinfladas de no usarla. Ya sólo corro para ir al frigorífico a por un botellín antes de que empiece la peli en televisión. Todavía se me revuelve el estómago cuando veo geles de glucosa. Y sigo sin gorra. ¡Ah, y lo mejor!, me queda nada para cumplir 51; ¡51, qué alegría!. Ya no tendré que plantearme el sentido de mi vida, ni querer parecer más joven, ni padecer crisis existenciales, ni nada de nada. Podré por fin dedicarme a ser lo que siempre he aspirado a ser en esta vida a medida que envejezco: un anciano sabio sentado en el banco de una plaza con el sol cálido de invierno a la espalda, mientras veo pasar con ojos picarones a la niña del Cabeza.

(*) Basado en hechos reales.

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