Viaje a Revienta, por Ángel Márquez

Fue el último domingo de enero. El día nació chulo, valiente, saltándose todas las señales de su estación. Ya al medio día, el sol había terminado su faena de quitar las últimas motas de sombra y de blanquear toda la plaza ochavada de Aguilar de la Frontera. A esa hora, la vespa hizo su aparición, colocándole un coqueto lunar rojo a la piel blanca de la plaza ochavada.
La taberna del Tuta se encontraba en su mejor momento, donde sus tertulianos imitaban a tenderos y vecinas en una plaza de abastos. En el centro, con su puesto cuadrado de tacto pétreo, Vicente Núñez regalaba su mercadería de sueños, ilusiones, humor y sabiduría. “Soportes inmemorables de la celebración”.
El día acogedor y desinteresado nos regaló un poco de su valentía y de su calor. Después de un esfuerzo casi alpinista de Vicente Núñez, éramos tres elementos en uno. La moto se convirtió en el vínculo del viaje. Las pequeñas ruedas comenzaron a rodar en un equilibrio circense con el peso de la moto y el peso de los dos cuerpos de los viajeros. Con dos cabezas y un solo casco iniciamos el viaje un poco fuera de la ley, ingrediente necesario que ha de llevar todo viaje que se aprecie de verdadero. En la carretera la moto mantenía su equilibrio armónico y trapecista de los dos cuerpos y de las dos almas persiguiendo las líneas blancas de la carretera. Mis manos duras agarradas fuertemente al manillar; las otras rozaban con su sombra mis hombros. El tiempo no pasó entre la pequeña distancia de Aguilar de la Frontera y Monturque, distancia que se hacía aún más pequeña por el paisaje y la luz que absorbían nuestras miradas. Monturque con su soldadesca torre nos protegía y nos invitaba a llegar a ella.
En un espacio casi sin tiempo llegamos al ventorrillo de Revienta, en el momento oportuno que comenzaban los espectáculos greco-romanos en los que público y actores se fundían en los mismos personajes dirigidos por la divina batuta del oro líquido, espectáculo que solo lo veía el maestro y que el aprendiz lo intentaba.
- No me explico por qué la gente recorre grandes distancias, si Roma y Grecia se encuentran aquí -.
El telón solo se levantaba para un público singular, solo para Vicente. Mi telón, sobrecargado de pesas de cultura tradicional, no conseguía levantarse. Solamente Vicente Núñez veía toda la belleza divina que contenía el teatro de Revienta. Olía a olores de trabajos y cuerpos. Con sus cinco sentidos, y el padre de estos batutando con el vino y haciendo caso omiso a las tapas puestas, Vicente Núñez sazonaba y adornaba la escena hasta que convertía los sueños en realidad y ésta la transfiguraba en belleza griega y romana. Los actores griegos y romanos desempeñaban a la perfección sus papeles de agricultores, labriegos y jornaleros. Sus disfraces eran perfectos, sus maquillajes de sol eran maravillosos y sus posturas en el mostrador, tan dionisíacas y báquicas, encendían una llama de deseo en los ojos de Vicente.
El vino ya había apagado la sed, pero no las ganas de beberlo, pero éste poco a poco fue terminando su trabajo en nuestros cuerpos.
Un rato después, arranqué la moto y con ella y su sonido (no el rugido, porque las vespas no rugen) comenzamos a desrodar la carretera. El paisaje otra vez se nos presentó ante nuestros ojos nuevo, único, con la ayuda de las lentes vínicas. A la hora de la siesta el paisaje se llenó de ondulantes y gigantes cuerpos femeninos, tendidos y tapados por unas mantas decoradas de olivos y vides. Sin despertarlos, llegamos a Aguilar, en la tarde en la que sólo el sonido de la vespa le hacía frente al silencio.

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