El Gran Capitán en la pantalla (I), por Manuel Bellido Mora

“Habladme de vos”, le inquiere Fernando, el monarca de Aragón, en su primer encuentro. “No hay mucho que contar, sólo soy un soldado”, es la lacónica respuesta de Gonzalo. Esta escena sucede en el episodio 9 de la afamada teleserie Isabel. El soldado y el regidor están frente a frente, en un diálogo que, sin ser tenso, sí deja advertir al público las diferencias existentes entre ambos y la frialdad de su relación.
Isabel, que se despidió de su fiel audiencia con una importante cuota de pantalla (cerca de 4 millones de televidentes, al cabo de 3 exitosas temporadas), es la primera gran producción audiovisual de fondo histórico que adjudica un papel de cierto relieve al insigne militar montillano, hijo de la Casa de Aguilar.
Gonzalo, por las razones que fueren, no ha gozado de la predilección de los guionistas, para quienes ha pasado inadvertido. Su alta ciencia militar y sus hazañas de poco le han servido. Y esto es algo que, con un somero repaso a nuestra filmografía, se puede comprobar. Su presencia es escasa, casi nula, en películas. Apenas hay constancia de él en el periodo mudo del cine, e igual viene a suceder después.
Es más fácil seguirle el rastro en noticieros y en algún documental que en materiales de ficción puramente.
Estuvo en cruciales acontecimientos, y por ello se le honra en los ceremoniales y en la terminología castrense (un Tercio de la Legión, con base inicial en Tauima, Melilla, lleva su nombre desde 1943). Sin embargo, el cine no ha sabido sacarle jugo a sus méritos como estratega, ni tampoco lo ha hecho en su vertiente aventurera curtido en mil afrentas. La de la pantalla, para nuestro paisano, ha sido una batalla perdida, hasta un tiempo muy reciente.
Sorprendentemente, durante el franquismo (un periodo especialmente proclive a la exaltación intencionada de las glorias del pasado) apenas aparece. Su nombre y conquistas, nunca mejor dicho, se quedaron entonces en un segundo plano. De la guerra civil en adelante, proliferó la temática histórica, con Cifesa, que se especializó en rodajes de esta índole. En la mayoría de ellos, ni se le cita. En otros, se le despacha con ligeras menciones o bien se le relega a ser un figurante más.
Benito Martínez, concienzudo estudioso del cine, no encuentra una razón contundente que explique esta invisibilidad de alguien tan pronunciado en otros ámbitos, como en la pintura o en las crónicas históricas, donde sí se dispone de una completa, amplia y variada bibliografía, que excede el territorio nacional. “Quizás – argumenta Martínez- se deba a que no era aconsejable darle más realce, para no robarle así protagonismo a los Reyes Católicos, eje fundamental de la retórica dominante en la dictadura. No deja de ser un caso extraño, porque este mismo régimen, en cambio, sí exaltó la figura de los Comuneros, germen del estado descentralizado, en La Leona de Castilla, eso sí, dulcificando bastante este amotinamiento, en teoría antipático para los gobernantes de la época”.
El periodista Francisco Solano Márquez Cruz atribuye esta omisión a otros factores. “Córdoba –alega– nunca ha tenido influencia en la industria cinematográfica en España, es una ciudad que ha vivido de espaldas a este mundo. Posiblemente, es por esto por lo que se le ha pospuesto más de la cuenta. Y una de las consecuencias es que, a estos efectos, se nos ha borrado de la pantalla, a nosotros y a los más notables de los nuestros. Existe este vacío, eso es obvio y, es cierto, no se ha sabido vender la figura del Gran Capitán”.
Para encontrarlo, hay que buscarlo en el Nodo, la revista de actualidad cinematográfica que, como rezaba en su propaganda, ponía “el mundo entero al alcance de todos los españoles”. Con ocasión del quinto centenario del nacimiento de Gonzalo Fernández de Córdoba, se habría de dedicar un amplio reportaje a este acontecimiento, en el número correspondiente al 11 de mayo de 1953. Pero, curiosamente, el centro de atención de esta noticia no era tan prominente efeméride sino Francisco Franco que, en su calidad de Caudillo, visitaba la ciudad, acompañado de su esposa Carmen Polo. Bajo el rótulo Franco en Córdoba, se ve al Generalísimo entre una bulla de incondicionales: jóvenes falangistas, la jerarquía eclesial y, por supuesto, una nutrida representación del ejército, que desfila en su honor. También se observa al Jefe del Estado en el barrio de Fray Albino, en el puente nuevo sobre el Guadalquivir y en el estadio de fútbol. Para el final, se deja el acto principal de homenaje a Gonzalo, en las Tendillas. Entre los discursos, impregnados de desatada oratoria imperial, hubo quien, en pleno éxtasis, se refirió a Franco como el verdadero Gran Capitán, ante la figura ecuestre de éste que, como un convidado de piedra, era testigo mudo de todo aquello.
Desde la tribuna, voces enardecidas, como la del teniente coronel Muñoz Grandes, ministro del Ejército.
“Pasaron quinientos años, y cuando las ideas estaban en quiebra, cuando estaba en peligro la vida de la patria, surge otro gran capitán, que es el Caudillo Francisco Franco que poniéndose al frente de las legiones del honor, de la vergüenza y del valor, se lanza a los campos de España para contener la desintegración”. Ni los más doctos y neutrales lograban que sus ponencias fueran ajenas a esta impetuosa corriente de prosa patriótica. Joaquín Pérez Villanueva, a la sazón director general de Enseñanza Universitaria, “en solemne sesión académica”, ante Franco dejaría sentado que “a buen seguro que nunca se honró a Don Gonzalo en mejor clima que el de ahora, y por eso la noble, la mesurada figura del Gran Capitán, se hace presente en sus anhelos y en sus glorias, al ver encarnado su servicio a España por otro Caudillo, por otra limpia espada, servidora del común destino permanente de los españoles”.
A esta insistente tarea de equipararlos, también sumó su voz el alcalde Antonio Cruz Conde. Y lo hizo con el mismo entusiasmo para aseverar que algo de providencial hubo al compartir ambos un destino semejante: “parecía como si en el amplio espacio del Mundo y la Historia una vida se identificase con otra vida como misión”. 
Así dispuesto, el tono de las alocuciones, como oportunamente se aprecia en el Nodo, consiguió dar un giro radical a este acto, que se concentró casi enteramente en Franco. Él, por lo visto y oído, fue el gran homenajeado aquel mediodía en la céntrica plaza, entonces llamada de José Antonio. Y por si hubiera dudas, ya que no se acostumbraba a reproducir el sonido real del hecho, la voz del narrador, con gran énfasis y acompañado de una música ad hoc, hacía su trabajo. Con una dicción casi marcial explicaba: “Franco analiza el significado del acto asegurando que este homenaje es la continuación de la historia gloriosa que inició el Gran Capitán, cuando abría una nueva era militar y las banderas del ejercito eran respetadas en toda Europa”.  
Por cierto que a este monumento, a su inauguración en concreto, se debe otra de las escasas referencias filmadas. Se trata de un cortometraje mudo fechado en 1923, un documento de gran valor con imágenes que muestran el emplazamiento original de la estatua, en la intersección de la Ronda de los Tejares con la Avenida del Gran Capitán. Cuando Benito Martínez coordinaba el cine club del Círculo de la Amistad, se proyectó en diversas ocasiones, pero el progresivo deterioro de la copia aconsejó dejar de hacerlo. Cuando se estrenó, recuerda Benito que, en cada pase, se solía producir un efecto cómico involuntario. Entre el público, la sensación de velocidad de las imágenes habitual en el cine silente, venía a ocasionar un inadecuado jolgorio, porque “daba la impresión de que las flores que se arrojaban al caballo eran como peligrosos torpedos, lo que provocaba la risa cuando no la carcajada inoportuna de la gente”.
En lo estrictamente cinematográfico, las ficciones en torno a Isabel la Católica y su época lo ignoran o, si acaso, lo desplazan a condición de comparsa. “Se le sitúa – indica el crítico e historiador cinematográfico Enrique Colmena- en un plano más secundario y dentro del contexto del sitio de Granada, en el momento histórico en el que Colón se entrevista con los Reyes Católicos, en Alba de América, la película de Juan de Orduña, donde el distinguido soldado cordobés era interpretado por Jacinto San Emeterio”.
En esta emblemática obra, quintaesencia del discurso de la unidad religiosa y territorial del franquismo, Gonzalo es un subalterno. Una escena lo resume bien. Campamento ante la ciudad asediada, allí lo más granado del clero y de la aristocracia castellana conforma una especie de corte ambulante. Entre los presentes, el Gran Capitán y el Duque de Medina Sidonia, lo que lleva al rey a exclamar “Buena baraja de espadas”. Y ahí se queda la cosa.
Jacinto San Emeterio es uno más de los cómicos olvidados en nuestro país. Como actor de reparto, hizo más de medio centenar de películas, incluidas El mundo sigue y Muerte de un ciclista.
Tampoco se le dedica mayor atención en Vísperas Imperiales (1943), El doncel de la Reina, Catalina de Aragón o Juana la loca, títulos en los que se recrean episodios y acontecimientos en los que parece que resultó determinante la intervención de Gonzalo Fernández de Córdoba.
Josefina Molina, cineasta de bien ganado prestigio por el rigor con que se conduce, opina que no hay mal que por bien no venga. “Me alegro que no se le haya utilizado, porque hubiera sido tergiversado. Hay que tener en cuenta que todo lo que se hacía entonces se ponía al servicio de la ideología al uso. Había que contrastar datos y hablar de la verdad, y eso nunca se hizo. Es la única forma de llegar a la autenticidad de los personajes y esto no era habitual en aquel cine. Todo lo que se hacía era a la mayor gloria del pensamiento oficial. Ahora, el cine histórico se hace con más fundamento y se deja al margen el terreno de las fantasmagorías, que tanto daño hizo. Nuestra historia no está bien tocada, no se ha planteado en el cine con la debida seriedad. Lo que se hizo con el cine de exaltación fue dar pasos en falso. En el caso del Gran Capitán, es evidente que está infravalorado, pero esto es debido a que lo que se intentaba acentuar era la presencia de los Reyes Católicos, el resto era secundario”.
A la autora de Esquilache y de Teresa de Jesús le hubiera gustado acercarse al Gran Capitán. “He sentido esa tentación muchas veces, pero llevar a buen termino este tipo de empresas no depende de tu voluntad. Puedes proponer, pero la última palabra, por el sempiterno problema de la financiación, nunca la tiene el director. No se hace lo que tú quieres, sino lo que, en ese momento, es posible. Y hubiera sido estupendo abordarlo, porque tenía un carácter muy especial, gracias a él se consiguieron cosas y se dieron pasos que no se habrían producido de otra forma”.
Es curioso, pero hubo de esperar a que se atemperase el inflamado clima patriótico, tan del gusto de los gobernantes de la dictadura, para que se haya empezado a reivindicar, con cierto fundamento, el papel de nuestro caballeroso paisano.
Un primer acercamiento, dándole el protagonismo que por su relevancia merece, vino de parte de Antonio Gala. Se hizo en su añorada serie “Paisaje con figuras”, que emitió Televisión Española, en diferentes entregas (algunas no sin polémica) y periodos a partir de febrero de 1976. La parte dedicada a Gonzalo Fernández de Córdoba se puso en antena el 3 de enero de 1977.
De la presentación se encargaba el propio escritor cordobés con unas notas previas acerca de lo que nos disponíamos a contemplar: “Hay ocasiones –comentaba en sus primeras palabras– en que un rey siente envidia de un súbdito”
Un joven Gala con cuello mao y empuñando su inseparable bastón nos introducía en el conocimiento del protagonista de la historia: un oficial “a quien Europa, admirada y enamorada, llamó el Gran Capitán”... “Fue un segundón de la Casa de Aguilar en Montilla, tuvo por tanto que procurarse su propia riqueza y sus honores, porque él solo heredó un estilo y un nombre, pero en esta carrera nadie ha llegado tan alto como él”, resumía concluyente Gala.
Con dirección del canario Antonio José Betancor (autor de escueta trayectoria fílmica aunque muy apreciada, como ocurre con Valentina y 1919, Crónica del Alba), se nos presenta a un personaje en la última fase de su vida, cuando ya se encontraba retirado en su dominio señorial de Loja, apartado de la Corte por los muchos desdenes del rey Fernando.
En esas circunstancias, por medio de una voz en off, se nos hace patente el malestar del militar olvidado, la historia de una tremenda ingratitud. “Tengo 60 años y la conciencia limpia”, se le oye musitar orgulloso y con una pizca de desafío al principio de este relato. “A ciegas serví a mi rey, mi gloria fue servir gloria”, le confiesa a su último caballo Zegrí, en un recurso literario muy del gusto de Antonio Gala, que en otras obras suyas lo ha utilizado a discreción. Como en la serie de artículos periodísticos dedicados a su perro Troylo, a quien en tono confidencial venía a hacerle participe de sus opiniones.
De fondo, el paisaje de Loja, de la Catedral, los Jerónimos y la Alhambra, en Granada, sus postreras moradas. Es aquí donde el Gran Capitán hace recuento de sus contiendas, no solo de cuartel, sino también de corte. “Vos –argumenta el narrador, ponderando sus triunfos– no habéis de doblar la rodilla, sino ante Dios. Roma no ha conocido un general más grande”, fueron las aduladoras palabras que le dedicó el Santo Padre al liberar el reino de Nápoles. “Es más grande su corazón que su lanza”, considera el Sumo Pontífice, para expresarle su gratitud.
En otras de las localizaciones, la Alpujarra, pues allí intervino ante la sublevación morisca, y los Montes de Málaga, con su puerto a la vista (frustrada misión por decisión real), el viejo soldado airea abiertamente sus sentimientos y evoca sus recuerdos: los hitos bélicos de Ceriñola, Barletta, Atella, Garellano…que llevaron al disoluto César Borgia a ponerse bajo su protección.
Es aquí, al sopesar sus días cenitales, donde Gonzalo enumera sus quebrantos, sus glorias desmoronadas. Y lo hace – así es la escena- sentado en un poyete, mientras a su espalda unos campesinos aventan el trigo. Lo que resulta una oportuna metáfora visual para quien, haciendo balance de su agitada existencia, se apresta a separar lo bueno de lo malo, el menosprecio de la recompensa, el olvido, que fue lo que recibió, en lugar del abrazo.
“Él me temía…nunca sabré por qué. Ni media hora tardé en darle explicación de los gastos de milicia.” Y esto, apesadumbrado, lo dice con armadura y yelmo, como quien libra su última lucha: la de su dignidad herida.
“50.000 ducados en aguardiente para la tropa por día de combate…y 1000 millones de ducados por mi paciencia en escuchar a quien le pide cuentas a quien le ha dado un reino”. Desaires, desdenes, humillaciones a su familia, la peor de todas el regio mandato, en forma de grave decreto, para escarmentar a su estirpe entera: el mandato inflexible, cumplido con fiereza y puntualidad, de arrasar el solar de sus antepasados. Gonzalo, nunca vencido, libra el duelo final con su señor.
En su libro La historia de Andalucía en la pantalla (Ediciones de la Filmoteca de Córdoba), Enrique Colmena hace algunas consideraciones interesantes. Para él, en la visión de Antonio Gala hay “una alegoría bastante evidente del deseable papel que habría que exigir a todo militar, en cuanto a la sumisión al poder civil legalmente constituido; téngase en cuenta, a este respecto, el momento histórico, la Transición en que se concibió el episodio, y las consiguientes lecturas que se podían hacer en aquel tiempo en el que el ruido de sables era aún un problema de lejana resolución”.
Tan admirable serie no solo se beneficiaba del excelente, e interpretable, texto de Antonio Gala. En su ficha técnica, sobresalen los nombres de Javier Artiñaño, con varios Goya en su haber, que se ocupó del vestuario, además de Hans Burmann, responsable de la fotografía. De Gran Capitán hizo el actor Alejandro de Enciso (Los gozos y las sombras), con las voces de José Guardiola, Miguel Ángel Cuesta, Dolores Cervantes, Rafael de Penagos y Claudio Rodríguez.
Pero el cuidado exquisito en su aspecto literario y el buen oficio de la puesta en escena, no impide plantear algún reparo, por la excesiva quietud de la figura central, que queda al arbitrio de un monólogo interior constante. Tampoco es demasiada afortunada la caracterización de Gonzalo, a quien se presenta provisto de peluca tipo paje de cuento, siguiendo la iconografía decimonónica implantada en los cuadros de Federico de Madrazo, y José Casado del Alisal.

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